Por Eduardo Aliverti
¿No se puede hablar de otra cosa que no sea el divorcio manifiesto entre la campaña electoral y los temas que verdaderamente preocupan a las mayorías?
Se puede y se debe.
Pero primero habría que fijar responsabilidades en torno de quiénes y cómo debieran hacerse cargo de esa separación.
La foto de Olivos parece haber significado un parteaguas.
Parece, decimos, porque nadie tiene certezas respecto de que el escándalo promovido tenga relación directamente proporcional con el resultado de las urnas (ni en las primarias ni mucho menos en las definitorias de noviembre, cuando, según todo lo indica, la reactivación económica comenzará a sentirse).
Entre quienes reconocen esa incertidumbre se cuentan los propios encuestadores, que vienen de quemarse en forma ostentosa y admiten que la pandemia les recorta todavía más la posibilidad de acertar en general y particular.
Las encuestas son, con preeminencia, telefónicas y por línea fija. No hay ninguna presencial relevante.
A las que se hacen por las redes no les prestan mayor atención ni los propios realizadores, porque atañen a núcleos duros fanatizados, de un lado y otro, que no reflejan a los dichosos fluctuantes, abúlicos, desencantados, etcétera.
Según aceptó uno de los consultores más reconocidos, la semana pasada: si ya ocurría que, en promedio, “la gente” respondía uno de cada cien llamados, ahora contesta uno de cada 250. Y como si fuera poco, tienen que acertarle a qué significa que no respondan los 249 restantes.
Además, ya se sabe o conoce que las encuestas dan, en primer lugar, números generalmente favorables a quienes las encargan y pagan.
En simultáneo se entregan otras cifras, reservadas, que no se publican.
A veces pasa que coinciden las publicadas y las no publicadas. Y a veces no.
En las primarias de 2019, recordemos, la patria encuestológica y sus compañeros mediáticos pronosticaron que habría una diferencia estrecha, mayormente a favor del ex Juntos por el Cambio en los chequeos pagados por el macrismo.
Esto no quiere decir que las encuestas siempre se equivocan y, para el caso, es imposible equivocarse en determinar que la foto de Olivos afectó la imagen presidencial.
El hecho genera toneladas de comentarios opositores y oficialistas, incluyendo estrambóticos pedidos de juicio político al Presidente por parte de quienes supieron convocar a marchas colectivas en plena cuarentena (para no hablar del sombrero mejicano que reemplazó al tapabocas en el concurrido cumpleaños de la doctora Carrió, como aludió Carlos Bianco, jefe de Gabinete bonaerense, en una salida muy ingeniosa).
Dicho esto, cabe una diferenciación.
El Gobierno no sólo cae en la trampa de continuar a la defensiva con el asunto sino que, encima, sigue enroscándose a través de aclaraciones sobre abogados intervinientes, ofrecimientos de donar la mitad del sueldo presidencial para compensar el error, discutir si el yerro fue delito o transgresión, etcétera.
Bocatto di cardinale para las fieras.
Más aún, ¿a qué viene, precisamente, el intento de contrarrestar el efecto de la foto de Olivos con el de Exaltación de la Cruz? ¿A la búsqueda de sacar el empate, al margen de ser cierto que en la oposición cambiemita no tienen autoridad moral para cuestionar prácticamente nada?
Sin embargo, esa deficiencia gubernamental no debería permitir que se pierda de vista lo obvio del aspecto prioritario.
Es la oposición, y no el Gobierno, quien mediante el ardid de aprovechar una foto genera discusión de campaña sobre problemáticas baladíes.
En otras palabras, la oposición es mucho más causa que consecuencia de ese divorcio entre (el marketing) del proceso electoral y lo que a “la gente” le preocupa, que no requiere encuesta alguna.
Es lógico que sea así, e implica la “confesión” opositora de que únicamente pueden plantarse mediante provocaciones o usufructo de los traspiés ajenos.
Si se hace la lista de las fallas del Gobierno con que sus adversarios obtienen u obtendrían beneficios, se advierte enseguida que son errores no forzados acerca de asuntos nunca ligados a la economía. Nunca.
Puede ser la foto de Olivos o quiero la Pfizer, tanto como la frase presidencial sobre orígenes de brasileños y argentinos o --y no la última-- haberse enganchado a la polémica por una docente desencajada en su respuesta a un alumno. O antes un muy reducido “vacunatorio vip” que fue mostrado como si hubiera consistido en una mecánica extendida por todo el país. Y después lo que viniere.
Vaya si el Gobierno tiene complicaciones bastante más graves que ésas, junto con éxitos como la llegada contundente de vacunas, su producción local, administrar la crisis sin convulsiones sociales que en otros lados se consiguen de a montones, la adecuación y el reequipamiento del sistema de salud.
Y, nada menos, haber conservado su unidad política.
Pero están la inflación, y el escenario de pobreza ampliada del que probablemente no se tenga exacta dimensión, y las reactivaciones parciales que no alcanzan de lleno ni al bolsillo de los sectores populares ni a la clase media.
De todo eso y más, la oposición no dice una palabra como no sea para explayarse desde sus rascadas en Twitter o en las entrevistas cómplices de los periodistas amigos. Persisten en divagar sobre la República amenazada. No se meten en ningún cruce por fuera de las humoradas de los libertarios. No exhiben ni la más mínima propuesta excepto, hace unos días, por la presentación surrealista de María Eugenia Vidal, quien habló de recuperar la educación que contribuyó a destruir cuando era orgullosamente bonaerense.
Y desde ya, bien que en eso el frente opositor se inmiscuye menos que menos y aunque es un tema que circunstancialmente no quita el sueño de ninguna mayoría, está cuándo y cómo se arregla o no con el Fondo Monetario.
Desde aquí, y desde la columna de Alejandro Bercovich en BAE Negocios, se adelantó hace una semana que había versiones coincidentes, en despachos oficiales, sobre lo avanzado de un acuerdo con el organismo.
El anticipo se confirmó, con la aclaración del propio Alberto Fernández de que todavía no hay nada concluido y la “advertencia”, desde filas oficialistas, de que se aspira a que el Fondo ponga lo suyo.
“Usted habló ayer mismo de las responsabilidades compartidas”, le dijo Carlos Heller a Martín Guzmán ante la comisión parlamentaria de seguimiento y control de la deuda externa.
Ahora, agregó Heller, eso se tiene que traducir en que cada parte se haga cargo de la que le toca para resolver el problema.
Es sabido que en el oficialismo conviven visiones y posturas diferentes (¿directamente distintas, quizás?) sobre qué conceder y qué rechazar. Y es seguro que ese intercambio se profundizará.
Que haya disputa es buena noticia.
Lo que se arregle, si es que se arregla y entre otras cosas, esta vez sí tendrá que pasar por el Congreso.
Y ahí, también entre otros ámbitos, se verán los pingos.
Entre ellos, y a la cabeza, los de esa oposición que más temprano o más tarde no podrá seguir especulando ni con fotitos, ni con frases presidenciales, ni con incendiar las redes, ni con Milei endilgándole a Larreta ser un zurdo de mierda, ni con Macri pretendiéndose un marciano al que ahora usan obscenamente para contener fugas por derecha, ni con esquivar el debate económico.
El problema sería que con esa táctica les baste para ganar las elecciones, porque entonces se habrá chocado de nuevo contra la misma piedra y volverá a ser más tarde que temprano.