Por Juan Forn
Entre las mil imágenes que bombardearon las redes en cuanto se supo la noticia, vi una que mostraba al Diego de espaldas, caminando por el túnel, en botines, shorcitos, la diez en la espalda, la nube de rulos en la cabeza. Se está yendo rumbo al campo de juego, casi se alcanza a oír el ruido de los tapones contra el piso y, a sus costados, dos filas de superhéroes despidiéndolo. Superhéroes de pacotilla, de la Marvel: a él, que nunca fue un muñequito, que rompió todos los moldes por ser de carne y hueso, por ser tan rabiosamente humano. Diego yéndose por el túnel, yéndose como le hubiera gustado a él: vestido para jugar, listo para romperla toda una vez más.
Pelusa, cebollita, barrilete cósmico, mano de Dios, Segurola y Habana, me cortaron las piernas, la pelota no se mancha, más solo que Kung-Fu, ¿sabés qué jugador hubiera sido sin droga? Rey del bardo, siempre al mango, el que dijo, el que se animó a decir: “Yo nunca quise ser un ejemplo”. Y también: “Yo me equivoqué y pagué”. El que dijo: “Yo nací en un barrio privado: privado de luz, de agua, de teléfono y de gas”. Y también: “Cuando entré al Vaticano y vi todo ese oro dejé de creer”. El que dijo: “Soy completamente zurdo: con el pie, con la mano, con la cabeza y con el corazón”. Y también: “Gracias a la pelota le di alegría a la gente; con eso me basta y sobra”.
Gracias a vos, genio inmortal, imposible no quererte, nunca te vamos a olvidar.