Por Ricardo Forster
La construcción neoliberal del “sentido común” ha hecho base en la cuestión de la libertad, en la percepción --artificialmente generada pero sólidamente instalada-- de que el individuo es el centro neurálgico e indiscutible de la libertad. De esa manera, lo que se impone es una cosmovisión que gira alrededor del egoísmo, la autorreferencialidad, el individualismo, la sospecha de cualquier intervención pública sobre “la libertad individual” como restrictiva, coercitiva y dañina, la competencia como matriz de las relaciones intersubjetivas, la disolución de lo común junto con la persistente sospecha respecto del “Estado” como maquinaria puesta al servicio del control de los individuos y como gran usurpador de las acciones libres en beneficio de la “casta política” siempre asociada a la corrupción populista o --en las perspectivas de las extremas derechas-- a la plutocracia neoliberal (en Argentina se impone la primera y no la segunda de estas asociaciones). La trilogía, convertida en ontológica, de libertad, individuo y propiedad (que está en la base filosófica del liberalismo clásico) se ha radicalizado en la etapa neoliberal hasta romper todo vínculo de “responsabilidad” entre el individuo y su comunidad, que era un rasgo ético decisivo en el liberalismo clásico y que en la actualidad ha sido prácticamente descartado en favor de la competencia y la hipérbole individualista que se desprende de toda responsabilidad en relación a ese otro que surge más como una amenaza que como parte de una sociabilidad imprescindible.
Podría decirse que el neoliberalismo abandonó, por insustancial y contraproducente, aquella “responsabilidad cívica y comunitaria” que constituía un valor intrínseco al viejo liberalismo. Lo que ofrece, en su narrativa directa y salvaje, es la imagen de un individuo todopoderoso que es el artífice tanto de sus éxitos como el responsable de sus fracasos. Éxitos y fracasos que siempre son el resultado de sus acciones autosuficientes que nunca tienen como objetivo el bien común o el cuidado de la comunidad sino la busca de su propia rentabilidad. El imaginario y las fantasías que habitan al sujeto neoliberal suponen el desprecio de aquellos valores altruistas que, incluso, estaban muy presentes en los pensadores liberales de los siglos XVIII, XIX y XX (la propia concepción económica de John M. Keynes se vincula directamente con esa tradición del liberalismo social que hoy brilla por su ausencia). La irradiación de esta mentalidad que potencia el individualismo amoral y la competencia destructiva del tejido social han llevado, al propio neoliberalismo, a un callejón sin salida y a la multiplicación del resentimiento, la ira y el rechazo de amplios sectores medios profundamente lastimados por cuatro décadas de economía de mercado y de imposibles carreras hacia un éxito que apenas logran unos pocos. La monstruosidad de la desigualdad constituye una evidencia irrefutable del supuesto “éxito” del capitalismo en su fase neoliberal. Todo indica que la pandemia seguirá profundizando este rasgo de un sistema autodestructivo. Echarle un vistazo a la guerra despiadada que se ha desatado alrededor de las vacunas nos devuelve una imagen del horror egoísta y de la crueldad suicida de quienes hoy acaparan casi todas las riquezas del planeta.
En las últimas cuatro décadas se ha impuesto un doble dispositivo: por un lado se ha fragmentado al extremo la sociabilidad, apuntalando lo que algunos críticos definen como un proceso de desocialización gigantesco que rompe los vínculos de solidaridad y de clase en el interior de un mundo social desvastado; y, por el otro, se incentiva la autorrealización, la capacidad de administrar adecuadamente el propio capital humano, la toma de riesgo para alcanzar los objetivos buscados, la exacerbación de la competencia como un valor decisivo en las prácticas sociales y la potenciación del narcisismo fogoneado por la exaltación de la meritocracia. Ambos dispositivos se conjugan en la construcción de un “sentido común” que no puede pensar la libertad desde ningún otro lugar que no sea la autorreferencialidad: la libertad como ejercicio puro del Yo, como realización permanente de mis deseos y como mónada autosuficiente que es amenazada por dispositivos estatales que buscan restringirla, asfixiarla y, utilizando una metáfora exitosa, que acaban construyendo “un cepo” que busca cohibirla limitando al individuo e imponiéndole condiciones externas a sus necesidades y a sus valores formateados en las últimas décadas desde las usinas de los grandes medios de comunicación.
La construcción sistemática de esta relación “indestructible” entre individuo y libertad supuso, al mismo tiempo, el meticuloso trabajo de aniquilar en el imaginario de la sociedad fragmentada la idea misma de un “Estado social y de bienestar”. Lo que se desvanece es la sociedad y se deja paso a la época del individuo como centro del mundo, como actor único del drama de su vida por completo deshistorizado y ausentado de cualquier referencia a lo común. Fue Margaret Thatcher la que anticipó, bajo la forma de una frase ominosa, aquello de que “no existe tal cosa como la sociedad... sólo individuos y sus familias”. Sin comprender esta dialéctica entre individuo y libertad, a la que se asocia la internalización de la propiedad como el componente fundante de la vida humana, resulta muy complicado interpelar a la sociedad desde otra idea de “libertad” que pueda sustraerse al abrazo de oso del egoísmo para expresarse desde una interioridad-exterioridad, es decir, desde la idea del reconocimiento que va del yo al nosotros, de lo individual a lo colectivo, de lo íntimo a lo compartido, de lo privado a lo público y que realza el valor de lo intersubjetivo. Dicho de otro modo: estamos obligados a reconstruir el espacio de lo común, a reinventar los ámbitos en los que la dimensión de lo social vuelva a cobijar a las personas abriéndoles la perspectiva de lo compartido pero sin perder de vista que también debemos proteger su dimensión individual y las prácticas en las que se juega su libertad. Quedarnos sólo con el reclamo de inclusión y de igualdad, por más justo y necesario que sea, constituiría un grave error ya que ese otro componente del imaginario social, la libertad, yace profundamente enquistado en la psique de los individuos anteponiéndose, muchas veces, a sus intereses materiales llevándolos a defender opciones que dañan irreversiblemente sus vidas. La disputa del sentido común supone entrelazar las diferentes esferas de lo individual y de lo colectivo, del yo y del nosotros, de lo íntimo y de lo común, de lo privado y de lo público. Supone, también, romper prejuicios que nos impiden comprender la complejidad del entramado social, cultural, económico y político que reproduce un tipo de valores absorbidos de modo inmediato e irreflexivo por quienes terminarán siendo sus víctimas.
Las nuevas derechas han sabido, con gran eficacia y astucia, movilizar el sentimiento de pánico y de ira ante la disolución de los ámbitos tradicionales de pertenencia al punto de convertir esos sentimientos en energía antisistema y en una crítica a la plutocracia globalizada (la derrota electoral de Trump no significa el final ni mucho menos del desafío de las derechas radicalizadas que, en la salida que se vislumbra como injusta de la pandemia en las propios países del norte rico, seguirán aguijoneando a clases medias pauperizadas y a sectores populares “autóctonos” en caída libre siempre “amenazados” por los pobres migrantes del sur global y despellejado sin misericordia por el capitalismo de la desposesión). Desde tradiciones progresistas, nacional populares y de izquierda no se ha sabido dar esta batalla que hunde sus raíces en lo simbólico, en lo afectivo y en lógicas identitarias sin las cuales las personas se sienten abandonadas y desarticuladas. La política, su narrativa emancipatoria y de raíz popular, debería ser capaz de reinstalar esta disputa por el “sentido común” sin renunciar a su idea de una libertad que incluye tanto al individuo como a la comunidad, que valoriza la dimensión del Yo pero que también recupera el valor de lo compartido, de lo hecho en común, de la solidaridad. Ahí se vuelve muy importante reconstruir un sentido de “patria” vinculado a la pertenencia, a la memoria de la infancia, a los afectos, a los hilos profundos que entrelazan la vida de cada uno con la vida social y las herencias recibidas.
El neoliberalismo ha sido una contrarrevolución exitosa en toda la regla cuyo foco principal fue la disolución de los vínculos de integración e identidad social y cultural para privilegiar, de modo absoluto, al individuo competitivo y capaz de realizarse a sí mismo. Logró legitimar, además de generar, “la desigualdad, la exclusión, la propiedad privada de lo común, la plutocracia, y un imaginario democrático profundamente atenuado” (Wendy Brown, En las ruinas del neoliberalismo, 2020).Y es, en este sentido, que la apropiación de la idea y la práctica de la libertad fue un factor clave y núcleo principal de esa reformulación radical de la subjetividad contemporánea capaz de lastimar seriamente la memoria social igualitaria y volver difícil hallar los modos de interpelación capaces de devolverle espesor y fuerza a esa tradición que, en los últimos cuarenta años, fue duramente criticada y demonizada por la cultura dominante. En todo caso, la crisis que hoy golpea el corazón del sistema capitalista, y que hace centro en su vertiente neoliberal, deja al individuo desprovisto de certezas, vacío existencialmente y arrojado a la angustia de no encontrar nada sólido a su alrededor. El problema de esta crisis que irradia sobre lo simbólico-cultural es que, por lo menos hasta ahora, los únicos que han sabido sacarle provecho encontrando un lenguaje que interpela a ese sujeto amenazado y asustado, además de estar atravesado por una ira creciente, es la extrema derecha. El problema, para las tradiciones igualitaristas y democráticas, es que no han sido capaces de renovar su lenguaje, no han sabido comprender el alcance y la dimensión de una crisis que no es sólo económica sino que pone en evidencia una corrosión civilizatoria de envergadura gigantesca.