Por Eduardo Fabregat
Ni siquiera un acceso de tos puede romper el encantamiento. Es lunes por la noche y una de las bellas salas teatrales de Buenos Aires ya no es un auditorio de espectáculos sino una cápsula aislada, un lugar donde sucede la magia, donde no vuela una mosca.
Y en el centro de todo, la voz de Patti Smith. Un hechizo que narra historias, que se embarca en diálogos, que dibuja paisajes, que celebra la vida y a la vez se impregna de tristeza ante el instinto humano de convocar una y otra vez a la muerte. La poesía para mantener viva la llama del pasado, no eludir el presente y seguir siendo, como proponían Celaya y Paco Ibáñez, un arma cargada de futuro.
Desde aquel debut en el Festival BUE de 2006, Patricia Lee Smith se ha vuelto una visita felizmente recurrente. En el Centro Cultural Kirchner y en el Luna Park supo mostrar diferentes facetas de su propuesta artística. Pero este viaje en particular tuvo un atractivo especial, porque sirvió para unir y solapar las puntas de su historia. En la vida de Smith, el rock fue un accidente: la comunidad del Chelsea Hotel, los vínculos atados en la cohorte artística del Max's Kansas City, habilitaron un cruce con el guitarrista Lenny Kaye, la formación del Patti Smith Group, el inicio de la leyenda como Madrina del Punk y etiquetas por el estilo, la colaboración con el joven Bruce Springsteen que terminó siendo un hitazo llamado "Because the Night".
Pero en los albores de los '70 Patti era eso que se vio en el Teatro Opera décadas después: una constructora de mundos a través de la palabra, una performer embriagadora, capaz de saltar siglos y hermanarse con quienes narraban historias junto al fuego para una tribu embelesada. La narración oral nació como un modo de conservar la memoria, documentar la historia antes de cualquier medio impreso, mantener la llama viva en temas esenciales del ser humano. Patti asume ese lugar con la potencia expresiva que la tarea exige. Y en un momento en que el poder intenta naturalizar toda clase de violencias, alza la voz contra la devastación humana, la ferocidad del capitalismo, la pulsión violenta de la intolerancia. El estado de las cosas multiplica la potencia de lo que ella dice.
Pero no es solo "lo que dice". El estado de encantamiento al que lleva Patti Smith hace que aun quienes no cazan un fulbo de inglés sean arrastrados a una posibilidad de comprensión que excede al lenguaje, que tiene que ver con el poder sensorial. Sí, están las potentísimas imágenes recopiladas por Soundwalk Collective y los sonidos "de campo" que contribuyen al hechizo. Pero es ella, su magnética presencia, sus inflexiones a pesar de una garganta rebelde, sus mínimos gestos y su afinada cadencia lo que provocan la convicción de una velada única. Inclasificable. Porque no fue un recital de poesía, ni una performance alternativa, ni un recital ni una conferencia. Desde el fondo de los tiempos, Patti Smith se sentó junto al fuego para emocionar y reflexionar sobre la condición humana. Y el fuego quedó ardiendo en nosotros.