Por José Pablo Feinmann
En un mundo dominado por el odio, no será acaso inútil hablar sobre el amor. Es lo que intentarán estas breves líneas.
El amor es la libre y apasionada enajenación de la libertad. Es libre porque es el compromiso que establezco con otra conciencia desde una situación sustantiva, lúcida, que nace desde mí y expresa mi autenticidad. Es apasionada porque no es un acto de la razón, o, al menos, no solamente de la razón, sino que exige el compromiso de las pasiones, y el compromiso del cuerpo, que las vehiculiza, expresándolas. En el amor mi libertad se enajena, porque toda relación de amor con otro ser implica una limitación de mi libertad absoluta. No obstante, es desde esa libertad absoluta que he decidido limitar mi conciencia entregándome a otro ser, que también se me entrega, y con el que establezco un juramento, el de amarnos, que nos limita a los dos, pero es también nuestra superación, nuestro ir más allá de nuestra condición solipcista, de nuestra soledad.
Amar no es caer, no es enceguecer, no es entregarse a la irracionalidad. Se ama con todo lo que somos. Nuestro amor se construye, se arma, se trabaja con la pasión, la inteligencia, la paciencia y el laborioso, arduo, cotidiano y deslumbrante conocimiento de la persona amada. Lejos de cegar, el amor es una fuerza de conocimiento. A nadie conoceré mejor que a la persona que amo, y a través de ese amor descubriré acaso las mejores cosas que ignoraba de mí. Y digo mejores porque somos mejores cuando amamos.
No busco el sometimiento de quien me ama. No quiero ser amado por una conciencia que se me somete. No quiero convocar su admiración, ni su deslumbramiento, ni nada que reduzca la dimensión de su ser auténtico, de su ser más valioso. Le doy lo que le pido. Le doy mi libertad a cambio de la suya. El amor es un pacto de dos libertades. Muchos le temen a esto. Creen que el pacto que implica el amor les hará perder la libertad. Pero la libertad está para usarla. Somos libres para, desde nuestra libertad, comprometernos, entregarnos. La más alta forma del compromiso y de la entrega es el amor, donde mi libertad se realiza y se enriquece con la libertad de la conciencia que se me entrega, libremente, para ser más plena junto a mí. No somos uno. Somos y seremos dos.
Nuestro pacto está alimentado por la cotidiana renovación del juramento. Nadie se condena a amar ni a ser amado para siempre. Nuestra libertad pone a prueba y fortalece nuestro juramento. Así, el amor es un trabajo cotidiano. Sé que el ser que me ama dejará de hacerlo si dejo de ser el ser de quien se enamoró. Esto no significa que ya no habré de cambiar, sino que hay un pacto esencial que deberá permanecer a través de todos los cambios y aun las sorpresas de la existencia. Cada día seré otro, porque eso me permitirá sorprender, enriquecer al ser amado. Pero, a la vez, cada día seré el mismo porque no habré de traicionar el juramento primero.
Hablamos, desde el primer día, un lenguaje que nos expresa a los dos. Ese lenguaje se habla con las palabras, con el cuerpo, con las ideas. Tiene la modalidad de la pasión, de la ternura, pero no de la violencia. Es único y existe porque lo he creado junto al ser que amo. No es un lenguaje cristalizado, sino un lenguaje que incorpora -cada día- palabras nuevas. Cuando ya no existan las palabras nuevas, cuando el juramento esencial se realice por medio de las viejas palabras, infinitamente repetidas, el juramento será una áspera cosa y no una vivencia lúdica y palpitante. Ahí, el amor habrá muerto. Y cada uno se recluirá en la libertad triste, inútil, estéril, de los solitarios. El trabajo del amor, del amor entendido como creación constante, es sofocar esa posibilidad, impedirla por medio de la razón, de la pasión, de la inteligencia y la libertad.