Por Claudio Scaletta
Durante la anteúltima experiencia neoliberal, la de Mauricio Macrí 2015-19, la lucha política del llamado campo nacional popular, el conjunto de fuerzas panperonistas que por entonces todavía lideraba el kirchnerismo, fue bastante sencilla, alcanzaba con la crítica feroz al cambio de régimen y la remisión a los números de la larga etapa 2003-15. A diferencia de lo que sucedió con Alberto Fernández, Cristina no se había ido del gobierno con la lengua afuera, aunque gracias a Axel Kicillof logró postergar la crisis externa. Incluso después de que el Frente para la Victoria perdiera las elecciones de 2015, CFK se dio el gusto de despedirse del gobierno con una plaza llena. Era el cuadro ideal para lo que vino: el “resistiendo con aguante”. Volver al kirchnerismo era el santo y seña para el posmacrismo. El “no vuelven más” del macrismo triunfante no era más que una expresión de deseos. No había dudas sobre el regreso, no porque fuera inmediatamente evidente la insustentabilidad económica del modelo, sino porque la memoria de un mayor bienestar económico todavía estaba cerca, el recambio era uno solo, como finalmente sucedió.
El macrismo hizo un pésimo gobierno, este fue su vaso medio vacío, pero al mismo tiempo consolidó los instrumentos para el cambio de modelo, su vaso medio lleno. Si en algo fueron exitosas las tres experiencias neoliberales que antecedieron a la presente, fue precisamente en el establecimiento de transformaciones estructurales difícilmente reversibles. La dictadura realizó la reforma financiera y comenzó la sujeción por deudas, el menemismo desarmó los restos del Estado de Bienestar, profundizó el endeudamiento y, en conjunto con el radicalismo, concretó una reforma constitucional que profundizó la fragmentación del poder del Estado Nación en una suerte de nueva federación de Estados provinciales, una trampa de la que será extremadamente difícil salir, sino imposible. Finalmente, el rol histórico del macrismo, su gran legado, fue reendeudarse con el exterior y traer de vuelta al FMI, todo con el apoyo a la gobernabilidad de la “oposición responsable”.
La memoria política suele ser corta. Es verdad que la herencia que dejó Alberto Fernández fue grave. Fue un gobierno con mala estrella que debió desenvolverse entre pandemias y sequías. Pero también un gobierno que se auoboicoteó, que se cansó de dispararse en los pies, con un presidente débil y una oposición interna sumamente dañina de la que no puede exculparse a la entonces vicepresidenta. No obstante, decir que dejó una de “las peores herencias de la democracia” no sólo es injusto, sino que significa desconocer la dinámica económica. El Frente de Todos recibió una herencia mucho peor que la que dejó por la sencilla razón de que recibió una economía en virtual default, lo que significaba que la dimensión más importante de su gestión económica sería la renegociación del gigantesco endeudamiento dejado por el macrismo.
Quizá haya sido un error intentar conducirse como si la situación fuese normal, como si hubiese sido posible regresar a la Argentina de la redistribución sin restricciones. Luego apareció la pandemia y las prioridades cambiaron, pero no deben olvidarse dos cuestiones. La primera es que el boicot interno alcanzó hasta las mismas renegociaciones de deuda. Incluso en el presente el kirchnerismo residual intenta lavar sus culpas del período rescatando su oposicionismo al acuerdo con el FMI. Además, las renegociaciones que se critican fueron exitosas dado el contexto y consiguieron los períodos de gracia en los pagos que todavía hoy, en 2024, se disfrutan. Los vencimientos fuertes comenzarán recién a partir del año próximo. Lo que siempre argumentó Martín Guzmán, es que un endeudamiento tan grande como el heredado por el macrismo no podía resolverse en una sola ronda de renegociación. El problema fue el desperdicio de los años de gracia.
La segunda cuestión es que la edad dorada no fue tan dorada. A partir de la crisis internacional de 2008-2009 se revirtió el ciclo de altos precios de las exportaciones locales. Y en especial a partir 2011 apareció el déficit de la balanza energética y por extensión el déficit externo y se hicieron evidentes las limitaciones de un modelo que siempre desdeñó la planificación para evitar la recaída en la restricción externa. Por más bomba que se le dé a la demanda, si al mismo tiempo no se produce una transformación estructural exportadora por el lado de la oferta, no hay dinámica redistributiva que aguante porque choca contra la falta de dólares. Se trata de restricciones bastante elementales que, sin embargo, no fueron comprendidas. Por alguna extraña e insondable razón, olvidando los problemas de 2011-15, se creyó que a partir de 2019 se podía volver a hacer lo mismo. El resultado fue un nuevo fracaso económico que se expresó en la alta inflación y el hartazgo social con la imposibilidad de reconstruir la moneda. Casta y dolarización fueron las palabras mágicas que permitieron el triunfo de Javier Milei.
No se trata de dejar de analizar en profundad los cambios en el mundo del trabajo y en la organización de la producción que ocurrieron a escala planetaria, uno de cuyos efectos fue el surgimiento de una nueva subjetividad individualista y anti Estado, pero sí de no caer en una sobreinterpretación de estas subjetividades, en una sobre abundancia de análisis sobre los votantes jóvenes y el rol de las redes sociales. Milei no es presidente por estos cambios globales, sino por el fracaso económico de sus predecesores hasta el punto de hartar a la sociedad.
Luego, intentar reproducir en el presente la melancolía por el pasado luminoso que caracterizó a la oposición en 2015-19 resulta completamente anacrónico. La sociedad ya no asocia a la oposición nacional popular con bienestar, sino con fracaso económico. Y esta asociación es un activo para Milei. Su plan económico está provocando una recesión histórica sin pandemia ni guerra y una transferencia de ingresos absolutamente regresiva, pero enfrente no hay nada. Para la sociedad que lo votó es la última esperanza, lo que por ahora sigue siendo su principal base de sustentación. De nuevo, enfrente de Milei no hay nada, solo una oposición melancólica e impotente, por ahora incapaz de salir de alternativas tan conservadoras como el regreso a un pasado luminoso que no existe. El único enemigo que enfrenta Milei es la propia inconsistencia de su plan económico.