Por Domingo Salvador Castagna*
Arzobispo emérito de Corrientes, Ciudadano Ilustre de la provincia
La compasión de Cristo por el pueblo.
Jesús manifiesta una sentida preocupación por el estado del pueblo: «Al ver a la multitud, tuvo compasión, porque estaban fatigados y abatidos, como ovejas que no tienen pastor» (Mateo 9, 36).
Inicia su ministerio resolviendo los problemas de salud, tanto físicos como espirituales, de quienes creen en Él. Pero advierte que la causa de los males es la desorientación. La desesperación y la depresión, tan reales en nuestro tiempo, constituyen la prueba de que el pueblo necesita a su Pastor. Cristo, y únicamente Él, es el Pastor que puede orientar la vida y la historia del mundo.
Aquellos hombres observan al Señor. Su seguimiento incluye el compromiso de acompañarlo y constituirse en «pescadores de hombres». El mundo está representado por aquella multitud cansada y desorientada, «como ovejas sin pastor». Se producen múltiples síntomas de ese andar sin rumbo, que concluye en un indisimulable cansancio existencial. Dios -por su Hijo encarnado- es el único Pastor.
La acción misionera de Jesús.
Lamentablemente se produce un estado angustioso de no saber qué hacer. No hallará respuesta en los diversos proyectos de vida propuestos por quienes se presentan como líderes mesiánicos. Dios, en Jesucristo, interviene una historia tironeada por el bien y el mal.
No entendemos la misión de Jesús mientras nos mantenemos al margen de su acción misionera. Escuchar su enseñanza -y escucharlo a Él como única Palabra- inspira la respuesta que necesariamente debemos formular.
Cristo es el buen Pastor que conduce a la salvación.
Sus ovejas forman un redil del que nadie es excluido a priori, mientras no lo rechace explícitamente. Componemos un mundo en el que muchos, por causa de su adhesión al mal, se autoexcluyen del santo rebaño.
Los santos pastores derramaban lágrimas al observar cuántos se perdían. Son pobres hombres y mujeres que pudiendo ser santos, deciden ser réprobos. Siempre queda la puerta abierta a la conversión y a la santidad. Muchos santos canonizados fueron grandes pecadores. La gracia de Dios, manifestada en el poder redentor de Cristo, causa transformaciones extraordinarias. «Gracias» que el Espíritu Santo ofrece al mundo, desde Pentecostés, de las que la Iglesia es signo eficaz o sacramento.
El anuncio de la Palabra.
La Palabra de Dios que escuchamos, leemos y celebramos, necesita ser anuncio para un mundo ensordecido por sus demenciales contradicciones. Para ello están los testigos, acreditados por el mismo Jesús, al transmitir a los Apóstoles su misión evangelizadora.
Aquellos Apóstoles murieron, pero fueron sucedidos por otros, hoy responsables de la evangelización. Escuchándolos recibimos la misma Palabra y somos reconciliados con Dios. Así lo entiende San Juan, en el prólogo de su Evangelio: «Al principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Pero a todos los que la recibieron, a los que creen en su Nombre les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios» (Juan 1, 1. 1, 12). Es preciso invitar a recibirla, y a testimoniar cómo recibirla, mediante una vida santa.
Nuestros conciudadanos -en su mayoría bautizados en la Iglesia Católica- necesitan encontrase con la Palabra y decidir así sus oportunos cambios. Al ser la Iglesia de Cristo, somos hoy los responsables del anuncio de la Buena Nueva, en un mundo que «espera angustiosamente ser evangelizados por la Iglesia» (San Pablo VI).
Nuestra misión de creyentes, nos acredita para lograr la actualización de la presencia de Jesús, que vino a servir y a llamar a los pecadores, rodeándose de ellos.
Evangelización y compromiso político.
¡Qué delgada es la línea trazada entre la evangelización y la adhesión a una política partidaria! La fidelidad a la persona de Cristo garantiza el equilibrio de la virtud, y evita la trampa que se activa peligrosamente en circunstancias como la nuestra.
Los Apóstoles debieron decidirse por Cristo ante el desafío de sus dirigentes religiosos y del mundo pagano. Muchos han perdido la vida por «obedecer a Dios antes que a los hombres». En circunstancias distintas, nos agobia el mismo misterio de iniquidad.
Las persecuciones actuales reavivan, con idéntica virulencia, los más crueles y sofisticados métodos persecutorios, como en los comienzos del cristianismo. Es lamentable que los organismos internacionales, en defensa de los derechos humanos, no condenen los atropellos contra la fe, que hoy está padeciendo la Iglesia Católica en Nicaragua.