El Arzobispo de Corrientes encabezó ayer la misa central de la conmemoración litúrgica del "Cuerpo y la Sangre de Cristo" en la parroquia San Francisco Solano. Luego, se realizó la procesión con el Santísimo Sacramento hasta la iglesia Jesús Nazareno.
La comunidad católica correntina conmemoró ayer la solemnidad de Corpus Christi (del Cuerpo y la Sangre de Cristo) por las calles céntricas de esta Capital. La celebración de la misa central se realizó en la parroquia San Francisco Solano y fue presidida por el arzobispo de Corrientes Andrés Stanovnik.
Luego, se hizo una procesión con el Santísimo Sacramento hasta la Iglesia Jesús Nazareno. A párrafos seguidos se difunden fragmentos de la homilía brindada por el Pastor.
Todavía hoy recuerdo con emoción la respuesta que escuché hace unos diez años atrás durante la homilía en la fiesta patronal de la capilla de la Ascensión del Señor, en la localidad de 9 de Julio de nuestra provincia, cuando pregunté a una multitud que se había reunido en la plaza del pueblo para participar de la Misa, dónde se imaginaban que estaba el cielo. La fiesta de Ascensión del Señor a los cielos daba para formular esa pregunta. Una persona, desde la primera fila, respondió con voz fuerte: "hay cielo donde hay pan". La respuesta me conmovió profundamente y me cambió el contenido de lo que había preparado para decirles.
Es verdad, el cielo está donde aprendemos a compartir y a caminar juntos todos. Y no hay cielo, donde reina el odio y la discordia. Caminar en comunión con todos es posible si esa comunión está fundada en Cristo, que es el camino que a todos nos conduce por el Espíritu Santo a Dios Padre y Creador. En Cristo nos descubrimos que todos estamos llamados a ser hijos y hermanos, todos los hombres y mujeres de buena voluntad, de todas las culturas, confesiones religiosas y diversos modos de pensar y de vivir.
Eso nos da paz, nos llena el corazón de alegría y renueva nuestra esperanza. Dios lo sabe, por eso en el Evangelio que escuchamos hoy, el evangelista Lucas nos relata la multiplicación de los panes (cf. 9,11-17). Miremos a Jesús cómo multiplicó los panes: ante todo, tomó en sus manos todo lo que la pobre condición humana podía entregarle en ese momento, cinco panes y dos pescados; luego, levantó los ojos al cielo y los bendijo, es decir, entró en íntima comunión con su Padre, dándonos a entender que todo es don y bendición de Dios, y con él entramos en comunión; a continuación, partió los panes y los entregó a sus discípulos para que los sirvieran a la multitud. El texto evangélico concluye constatando que todos comieron hasta saciarse y hasta sobró una cantidad enorme.
Exégesis
Lo que sucedió aquella tarde de la multiplicación de los panes, encuentra su sentido más profundo la noche del jueves en la Última Cena, que continúa luego con la pasión y muerte de Jesús viernes por la tarde; y, finalmente, en la resurrección de la madrugada del domingo. San Pablo, en la segunda lectura (1Cor 11,23-26) da testimonio del testamento que recibió del Señor Jesús y que a su vez lo transmite, y es el siguiente: "El Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó el pan, dio gracias, lo partió y dijo: Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía. De la misma manera, después de cenar, tomó la copa, diciendo: Esta es la copa de la Nueva Alianza que se sella con mi sangre. Siempre que la beban, háganlo en memoria mía".
Así podemos ver la continuidad que hay entre el pan partido y compartido del milagro de multiplicación que sació el hambre de la multitud, y el pan que es el Cuerpo de Cristo, también partido y compartido que da sentido y esperanza a los anhelos más profundos de paz, de unidad y de felicidad, para lo cual que hemos sido creados. Pero para que ese milagro continúe desarrollando su fuerza transformadora, es necesario entregar todo, es decir, no apropiarse de nada, sino compartirlo todo, tal como lo comprendieron las primeras comunidades cristianas, y luego tantos hombres, mujeres, jóvenes y niños a lo largo de la historia.
Ambición y desgracia
La desgracia nos viene cuando el miedo a quedarnos sin nada, o cuando la ambición nos asalta y queremos quedarnos con todo, nos enceguece con sus luces falsas, haciéndonos creer que cuanto más tenemos más satisfechos y felices seremos. Ese es el principio que desencadena el conflicto entre las personas, comunidades y pueblos.
La guerra es la expresión más espantosa y cruel de esa ceguera, de la que el hombre por sus propios medios no puede librarse. La prueba está en que, desde el ejemplificador relato del Génesis, donde se nos describe cuál es el móvil que desordena la mente y el corazón de la pareja humana: la tentación de quedarse con todo y dejar a Dios afuera. Las consecuencias no se dejaron esperar: nace el conflicto por el que se acusan el uno al otro de su desgracia. Allí podemos descubrir cuál es el origen de la guerra y, por el contrario, cuál se el rumbo que debemos tomar para caminar juntos, respondiendo a la vocación a la que Dios no ha llamado.
Él nos ha creado a su imagen y semejanza y, en su hijo Jesús, nos mostró el camino para recuperar la paz, la alegría y la esperanza: vivir en comunión con Él y compartir lo que somos y tenemos con todos y aún más allá de los límites de aquellos con los que concuerdo o me siento más a gusto, tal como nos enseñó Jesús. Eso nos compromete a estar abiertos al diálogo con todos, buscando afanosamente el consenso, y perseverando en este camino. Hoy queremos llevar este mensaje al espacio público, convencidos de la fuerza transformadora que se esconde en la humilde y sublime forma del pan, construyendo cielo desde ahora, compartiendo y caminando en comunión. Que María, nuestra Tierna Madre de Itatí, nos recuerde con su hijo Jesús, que el amor todo lo puede, que compartir con los más pobres nos hace misioneros de su misericordia, y nos muestra el camino que nos lleva al cielo. (...)