Cada 6 de febrero la Iglesia Católica recuerda al grupo de mártires encabezado por San Pablo Miki -miembro de la Compañía de Jesús-, cuyos miembros fueron ejecutados por haber anunciado a Cristo en el Japón del siglo XVI. A estos hombres se les conoce como “los 26 mártires de Japón”, grupo integrado por tres jesuitas -el P. Pablo entre ellos- y 23 franciscanos -seis de ellos religiosos y el resto laicos-.
Pablo Miki, oriundo de Japón, nació en 1566 en el seno de una familia aristocrática. Fue bautizado a los 5 años con el nombre de ‘Pauro’ (Paulo). Poco después empezó su formación con los jesuitas y al hacerse adulto se integró a la Compañía. Como sacerdote, se convirtió en un buen predicador, evangelizador de su pueblo.
Cristianos perseguidos
Hacia finales del siglo XVI, la persecución contra los cristianos recrudeció debido a las tensiones culturales y religiosas que el avance del cristianismo estaba produciendo entre los japoneses. Muchos europeos que habitaban las islas huyeron, sin embargo, la gran mayoría de misioneros, en vez de huir, permaneció al lado del pueblo de Dios, asistiéndolo en sus necesidades espirituales y materiales.
Toyotomi Hideyoshi, shogun de Kioto, dio la orden para capturar al P. Pablo Miki y otros 25 cristianos. Las autoridades del shogunato los condenaron a muerte. La modalidad elegida fue la crucifixión -muerte considerada deshonrosa-, que no llegaría sin pasar antes por una prolongada tortura. Antes de la ejecución, a manera de aleccionamiento y escarnio, los prisioneros serían obligados a caminar alrededor de mil kilómetros, desde Kioto hasta Nagasaki, la ciudad más evangelizada de Japón por aquel entonces y donde los esperaba el cadalso.
El largo camino de la Cruz
Antes de partir, los hombres del Shogun le cortaron la oreja izquierda a los 26. Se les ató, luego, con cuerdas y cadenas en piernas y brazos. Además, a cada uno se le sujetó al cuello, mediante una argolla de hierro, uno de los maderos con el que sería crucificado. Era el 5 de febrero de 1597.
Durante el trayecto, a los condenados se les expuso de pueblo en pueblo, en pleno invierno, con la finalidad de arrancar del corazón de cualquier japonés el deseo de hacerse católico.
Rumbo a la muerte, el grupo de cristianos oraba y entonaba cantos a Dios.
Al llegar a Nagasaki, sus captores dispusieron todo para la ejecución. Los laicos del grupo pudieron confesarse con los sacerdotes, y estos entre ellos. Cuando todo estuvo listo, los religiosos fueron crucificados. Entonces, en su agonía, San Pablo Miki inició su último sermón: “Les declaro pues, hermanos, que el mejor camino para conseguir la salvación es pertenecer a la religión cristiana, ser católico”.
Un Gólgota en Japón
Testigos del martirio reconocían el fervor y la serenidad de aquellos hombres, entre los que había algunos muy jóvenes. Los sacerdotes animaban a los demás a sufrir por amor a Jesucristo y la salvación de las almas. Las oraciones al Señor y a la Virgen María se mantuvieron durante largo tiempo, así como las arengas y la invocación a quienes estaban presentes para que abracen el cristianismo.
“Mi Señor Jesucristo me enseñó con su palabra y su buen ejemplo a perdonar a los que nos han ofendido. Yo declaro que perdono al jefe de la nación que dio la orden de crucificarnos, y a todos los que han contribuido a nuestro martirio, y les recomiendo que ojalá se hagan instruir en nuestra santa religión y se hagan bautizar", gritó San Pablo Miki.
En los rostros endurecidos de los mártires se apreciaba también una gran paz y una serena calma. Finalmente, los verdugos sacaron sus lanzas y traspasaron dos veces con ellas a cada uno de los crucificados.
San Pablo Miki y sus compañeros fueron canonizados por el Papa Pío IX en 1862. En la misma ceremonia fue canonizado el hermano Miguel de los Santos, perteneciente a la Orden de la Santísima Trinidad.