El arzobispo emérito de Corrientes consideró que "el mundo necesita conocer la buena nueva de la Resurrección para llegar a concluir que no todo está perdido".
El arzobispo emérito de Corrientes, monseñor Domingo Castagna, consideró que “el mundo necesita conocer la buena nueva de la Resurrección para llegar a concluir que no todo está perdido”.
“Cristo otorga sentido a la historia: así fue reconocido por generaciones humanas, dando su nombre a sus principales acontecimientos. Es preciso que Cristo ocupe el centro, que ciertamente le corresponde”, sostuvo en sus sugerencia para la homilía de este domingo. “Quienes pretenden excluirlo, amparados en presupuestos filosóficos de hondo pesimismo, no hacen más que introducir un trágico y absurdo sentido a la vida”, advirtió, y completó: “En consecuencia, se produce una falta de perspectiva, que desalienta todo proyecto de auténtico bienestar y logro de la felicidad. Lo comprobamos, echando una mirada crítica a lo que ocurre a diario”.
El arzobispo lamentó que “la violencia y el desinterés por el otro, alcancen dimensiones impensables”.
“Por falta de consideración a las legítimas construcciones heredadas, muchos de los actuales dirigentes gastan sus energías en remover escombros, mientras el pueblo percibe una dolorosa oscilación entre el desaliento y la esperanza”, concluyó.
Texto de la sugerencia
1.- Impresionante prueba de la Resurrección. Las apariciones de Jesús resucitado son frecuentes y portadoras de sus últimas recomendaciones, previas a la Ascensión. Quienes son sus testigos - Apóstoles y seguidores - deben transmitir su imprescindible testimonio, sin confusiones. Para ello son ilustrados convenientemente por el mismo Señor, que se presenta ante sus ojos con un realismo impresionante. El mismo Maestro les ofrece las pruebas, destinadas a manifestar la identidad entre el Señor que padece y muere en la Cruz, y el ahora presente, ya glorificado por la Resurrección: “Miren mis manos y mis pies, soy yo mismo. Tóquenme y vean. Un espíritu no tiene carne ni huesos, como ven que yo tengo. Y diciendo esto, les mostró las manos y los pies”. (Lucas 24, 39-40) Para confirmar que es Él, come, ante sus miradas asombradas, el pan y el pescado que les había sobrado. Los teólogos de cada época especularán, en base a este texto, sobre las cualidades de los cuerpos resucitados. Nos basta el dato revelado que, a la luz de la Resurrección de Cristo, nos asegura que nuestros cuerpos mortales serán “revestidos de inmortalidad”. Esa misteriosa transformación, a la que se refiere San Pablo (1 a los Corintios, cap. 15), supone la adhesión, por la fe, a Cristo resucitado. Para ello debemos aceptar nuestra muerte como Él aceptó la suya. El Bautismo realiza esa adhesión: “Porque si nos hemos identificado con Cristo por una muerte semejante a la suya, también nos identificaremos en la resurrección.” (Romanos 6, 5). El mundo debe notificarse de esta impresionante verdad. La incredulidad inspira el mayor de los pesimismos. Se vive y se muere al margen de esta buena noticia. Una mayoría de hombres y mujeres de nuestro entorno no sabe, o vive como si no supiera, que Cristo ha muerto para redimirnos de nuestros pecados y que ha resucitado para darnos nueva Vida. El Evangelio, que transmite esa buenísima Noticia (la más buena), es rechazado o recibido con indiferencia. La misión de los Apóstoles, y de la Iglesia, es hacer resonar la Palabra evangélica “oportuna e inoportunamente”. Finalmente Cristo - el Evangelio del Padre - vino para llamar a todos los pecadores a la conversión y a la santidad.
2.- La Pascua, saludable intervención de Dios en la historia. El desconocimiento de la Resurrección de Cristo genera una situación desesperante, que cierra el paso a la verdad, e incapacita para poner las cosas en orden. Se comprueba, ante los fallidos intentos por lograr la justicia y la paz definitivas. La intervención de Dios en la historia, responde a la situación que el pecado ha generado, cuya mayor expresión es la negación del pecado mismo, atribuyéndole una cierta “normalidad” disociada de la verdad. Cristo vino a llamar “pecado” al pecado, exhortando, al paralítico curado y a la mujer adúltera perdonada, a que “no vuelvan a pecar”. Es una verdadera aventura espiritual y cultural “quitar el pecado del mundo”. El estado de postración moral frena todo intento de eficaces respuestas al mal, mientras no se acuda a la gracia que Cristo resucitado ofrece generosamente. Durante la Semana Santa hemos abierto el venero, del que brota a borbotones la gracia de Dios. La imposibilidad humana de vencer el mal y el error - el pecado - se convierte en posibilidad cuando Dios, por Jesucristo, acude con su gracia. El Misterio Pascual, que acabamos de celebrar, se constituye en esa saludable intervención. Se cumple mediante la muerte dolorosísima y humillante de Jesús y su anunciada Resurrección. El gozo de sus discípulos, en cada una de sus apariciones, supone un aprendizaje de la fe. Por ello, a través de un signo o de una palabra, Jesús resucitado se manifiesta realmente presente y activo en sus vidas. Así ocurrirá a partir de entonces, en quienes buscan honestamente la Verdad. Cristo es la Verdad que buscan. Él mismo se califica como la Verdad. San Agustín ha recorrido dolorosamente ese camino y se ha convertido en un maestro para quienes buscan la Verdad, que no hallarán sino en Cristo. ¡Qué mal encaminados están quienes se creen los poseedores de la verdad fuera de Cristo! La Pascua, que abarca toda la vida del creyente, capacita para vivir en la Verdad. Toda la vida cristiana es una Pascua continua, destinada a encontrar su perfección, apenas traspuesto el umbral de la muerte. La Carta a los Hebreos define qué es la fe: “Ahora bien, la fe es la garantía de los bienes que se esperan, la plena certeza de las realidades que no se ven.” (Hebreos 11, 1) La fe pascual nos adhiere a Cristo - Palabra de Dios encarnada - su autor único y definitivo. En Él hallamos la Verdad que anhelamos, porque personifica a la Verdad. Si la buscamos fuera de Cristo, nos encontraremos con el error y nos convertiremos en tristes embusteros.
3.- La Eucaristía y la Resurrección de Cristo. El Señor resucitado ofrece hoy también los signos de su real presencia. Es preciso discernirlos desde la fe, convenientemente alimentada por la gracia divina. Es cuando Cristo - Pan bajado del Cielo - se ofrece como el alimento sustancial e insustituible de la vida. En la Palabra, y en todos los sacramentos, se hornea y sirve ese Pan. El más expresivo es la Eucaristía. Es su Cuerpo glorificado y su Sangre derramada en la Cruz; es Él mismo, vivo y en plena actividad redentora. Para acceder a Él, y comerlo como Pan y beber su preciosa Sangre, se requiere la fe bautismal, suficientemente asistida y desarrollada. El Bautismo reclama, necesariamente, la Eucaristía. Es inexplicable que un bautizado no llegue a la Eucaristía, o que deje de celebrarla. El ejemplo del joven Beato Carlo Acutis es una prueba innegable de la capacidad nutritiva de la Eucaristía. Es Cristo quien infunde la Vida, la alimenta y la conduce a la santidad: “Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes”. (Juan 6, 53) Cada sacramento supone una catequesis adecuada, lamentablemente descuidada o mal impartida. La catequesis no logra su cometido si se ciñe a una mera instrucción. Es un espacio para la práctica de las virtudes cristianas, a partir de una sincera conversión. Así se entendía el catecumenado primitivo. Su base es la fidelidad a Cristo. El encuentro con Él es una experiencia insustituible e impostergable. El abandono de la fe, y su práctica, tiene su origen en la falta de adhesión a la persona de Cristo. Dicha adhesión consiste en la adopción incondicional del primer mandamiento: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Este es el más grande y el primer mandamiento”. (Mateo 22, 37-38) Nadie sabrá amar bien a sus seres queridos si no ama a Dios, en la persona de Cristo. Los gestos más heroicos de amor responden al Espíritu Divino que los inspira, aún de manera anónima. La acción evangelizadora de la Iglesia debe empeñarse en identificar la gracia del Espíritu, por mediación de Cristo, en todo auténtico amor entre las personas. Cristo se propone, como modelo a seguir, entre sus discípulos: “Este es mi mandamiento: que se amen unos a otros como yo los he amado”. (Juan 15, 12) Mandamiento propuesto a todos - hombres y mujeres - como constructor y reconstructor de la vida en sociedad.
4.- Hacia una vivencia actual de la Pascua. El mundo necesita conocer la Buena Nueva de la Resurrección para llegar a concluir que no todo está perdido. Cristo otorga sentido a la historia: así fue reconocido por generaciones humanas, dando su nombre a sus principales acontecimientos. Es preciso que Cristo ocupe el centro, que ciertamente le corresponde. Quienes pretenden excluirlo, amparados en presupuestos filosóficos de hondo pesimismo, no hacen más que introducir un trágico y absurdo sentido a la vida. En consecuencia, se produce una falta de perspectiva, que desalienta todo proyecto de auténtico bienestar y logro de la felicidad. Lo comprobamos, echando una mirada crítica a lo que ocurre a diario. La violencia y el desinterés por el otro, alcanzan dimensiones impensables. Por falta de consideración a las legítimas construcciones heredadas, muchos de los actuales dirigentes gastan sus energías en remover escombros, mientras el pueblo percibe una dolorosa oscilación entre el desaliento y la esperanza.