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Pocos no creen en absoluto y la mayoría, si cree, no sabe identificar lo que cree

Por Domingo Salvador Castagna*

Arzobispo emérito de Corrientes, Ciudadano Ilustre de la provincia

El perdón de los pecados y el Espíritu Santo.

Cristo ofrece a sus discípulos la evidencia de su resurrección. Las marcas de los clavos y de la lanza hundida en su costado se constituyen en prueba más que suficiente.

En el contexto del Evangelio joánico aparecen elementos de gran significado: en primer término, la infusión del Espíritu Santo y el poder de perdonar los pecados; y de inmediato, el encuentro con el incrédulo Tomás.

Al constituir a los Apóstoles en sus vicarios, funda en ellos la Iglesia, tal cual la componemos hoy. Es allí donde permanece el ministerio apostólico, entonces confiado a aquellos hombres, y hoy plenamente vigente en el Papa y los Obispos.

La convicción de que podemos acceder a la gracia que redime y santifica, a quienes lo deseen, produce un dulce consuelo en medio de tantos sinsabores y dudas.

El Señor ha elegido una «economía» misteriosa, que conduce al perdón y a la santidad. Es preciso someterse a ella, sin la menor vacilación. La Iglesia no pretende asfixiar a los seres libres, sino a ofrecerles una sana práctica de la libertad.

¡Señor mío y Dios mío!

Como fruto de la resurrección se produce el perdón. El Señor otorga a sus Apóstoles el Espíritu Santo y la capacidad sacramental de perdonar los pecados a quienes se arrepienten de corazón.

Pero se produce una escena más esclarecedora que las palabras. En ella deja al descubierto que los ministros del perdón necesitan a su vez ser perdonados.

Tomás es un pecador que debe recurrir a la fe, para reconocer en el testimonio de sus hermanos Apóstoles, el poder instituido por Jesús resucitado.

En nuestras actuales condiciones, la eficacia salvífica del ministerio apostólico está asegurada por el mismo Jesús: «Yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo» (Mateo 28, 20).

Es Él quien actúa en la institución apostólica que ha creado y confiado a los Doce y a sus sucesores. La absolución sacramental perdona, en nombre de Cristo, al pecador sinceramente arrepentido.

Tomás necesita creer a sus hermanos Apóstoles para ser perdonado y convertirse con ellos en ministro del perdón. Es conmovedora la jaculatoria que formula en esa ocasión, en la que Jesús muestra sus heridas, curadas por la resurrección: «¡Señor mío y Dios mío!» (Juan 20, 28). Nos encontramos en un mundo inconsciente de su condición de pecador y, no obstante, tan necesitado del perdón que sólo Cristo puede ofrecerle.

Hacia la auténtica reconciliación.

Sin la remoción del pecado, el mundo caminará a los tumbos y no logrará alcanzar la verdad y el bien. Tomás es modelo de convertido y de ministro de la reconciliación. A partir de aquella escena podremos enfrentar el pecado, como misterio de iniquidad, ofreciendo al mundo la gracia y el perdón de Dios.

La fe es el presupuesto necesario para la reconciliación. Tomás necesitó creer en el testimonio de sus hermanos para ser redimido de su pecado de incredulidad: «Luego dijo a Tomás: ‘Trae aquí tu dedo. Acerca tu mano, métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe'» (Juan 20, 27).

La definición de fe, que Jesús formula en aquella ocasión no deja margen a la duda: «¡Felices los que creen sin haber visto!» Es preciso volver al testimonio apostólico, que la Iglesia actual transmite con fidelidad. Para ello, será preciso destacar la misión de la Iglesia en la sociedad. Constituye ésta en hacer llegar, a quienes quieren recibirla, la Palabra divina encarnada en nuestra humilde condición humana.

La Iglesia ofrece los signos de la fe.

A causa del arrepentimiento de Tomás aprendemos a creer. Aquel hombre sorprendido en su incredulidad, deja de pedir pruebas para creer. Debe bastarle el testimonio de sus hermanos Apóstoles, que él había rechazado.

Jesús condesciende con la testarudez de Tomás, al exigirle tocar sus llagas ¿No ocurre hoy lo mismo, en amplios sectores de la sociedad? Pocos no creen en absoluto. La mayoría, si cree, no sabe identificar lo que cree. Tomás necesitó ser ilustrado por el mismo Señor, ya que su debilidad de fe lo colocaba en una situación muy comprometida con la incredulidad.

La Iglesia, confiada en la presencia de Cristo resucitado, ofrece los signos de la fe, que el mismo Señor creó.

Tomás estaba en condiciones de superar sus dudas, no así todos nuestros contemporáneos. El bombardeo de ideologías adversas a la fe ha dejado un tendal de heridos. La tarea pastoral de la Iglesia enfrenta esa situación ¡Un ineludible desafío!

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MONS. CASTAGNA

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