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Rosario Sin Secretos: ¡Maradó!, ¡Maradó! El día que el doctor Dios dijo adiós, en castellano

 

Eran aproximadamente las 7 de la mañana de ese caluroso 14 de enero en el barrio Agote cuando, en Castellanos 321, Esteban Laureano Maradona, después de haber cumplido el tradicional rito de su habitual desayuno: mate cocido con pan de ayer, entregó su alma a Dios.

“Como que se quedó dormido”, dijo en una nota una de las sobrinas con quien vivía desde 1986, año que eligió la Cuna de la Bandera como refugio a su deteriorada salud. Fue apenas seis meses antes de cumplir 100 años de una vida santa consagrada a amar al prójimo por sobre todas las cosas.

¿Qué es ser un santo, sino aplicar día a día los evangelios? ¿Acaso Evangelio no significa Buenas Noticias? Esas que producen silenciosamente, miles, millones de personas que a veces no trascienden lo suficiente. Difundirlas para que sean ejemplo superador digno de ser imitado es la consigna. Y en este médico rural, de pobres y de aborígenes, se vio un filántropo de pura cepa. Somos privilegiados los rosarinos, lo tuvimos los últimos nueve años de su vida.

Él pasó 50 años sin luz, gas, teléfono ni transporte. Sin embargo, cada mañana de esas 18.250 se paraba ante el sol y abría la boca para dejar entrar los rayos que “lo cargaban de energía”.

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Dejemos que él mismo nos cuente cómo fue que aceptó la misión que Dios le tenía reservada entre los matacos, mocovíes y pilagás: “Descendí para estirar las piernas. Un grupo de personas preguntaba a voz en cuello si algún pasajero se animaba a asistir a una parturienta en estado de gravedad… tomé mi maletín. Subí a un sulky… el parto fue difícil, la parturienta en verdad estaba grave, se llamaba Mercedes Almirón y a mano saqué esa criatura, una nena… Tenía eclampsia y sufría violentas convulsiones. La traté y finalmente la hemorragia se detuvo. Cuando enfilé a la boletería para sacar pasaje para el día siguiente una verdadera multitud zaparrastrosa clamaba por ser atendida… En fin amigo, mi historia es simple: me arremangué, empecé a atender, y me quedé con ellos”.

¿Cómo no lo iban a llamar Piognak que en pilagá significaba “Doctor Dios” a este santafesino nacido por casualidad en Esperanza y descendiente de una familia acaudalada y dedicada a la política (¡hasta tuvo un ancestro que participó de la Junta Grande de 1810!) que todo lo dejó para dedicarse a ellos?

¿Por qué decimos “casualmente”? Porque su padre Waldino estaba allí el 4 de julio de 1895 con su esposa Encarnación Villalba a punto de dar a luz a su noveno hijo.

Esperanza era un lugar de estada común de Waldino Baldomero Maradona Garramuño, que desde 1884 era allí jefe de Policía, y ese año integró la comisión de Inmigración, justamente para organizar las primeras colonias asentadas en nuestro país. Estamos hablando de la población en la que Maradona padre presidió el Primer Congreso Agrícola de América, cuando el gobernador Cafferata asistiera con su ministro de Agricultura, Justicia e Instrucción Pública, doctor Gabriel Carrasco, el mismísimo hijo de Eudoro, el concejal autor del escudo rosarino y socio de Ovidio Lagos, en cuya imprenta nació La Capital. La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida.

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Al tiempo la familia se fue a vivir a “Los Aromitos”, la estancia que su abuela había heredado en Barrancas, donde Esteban pasó su infancia, pletórica de Naturaleza, la misma que honraría a lo largo de su centenaria vida.

Una mente brillante y un corazón inmenso en un cuerpo que aceptó el designio divino y decidió hacerlo propio: “Se ha dicho que vivir en austeridad, humilde y solidariamente, es renunciar a uno mismo. En realidad, es realizarse íntegramente en la magnífica dimensión humana para la cual hemos sido creados”. ¿Quién, sino Dios, podría haberlo inspirado?

Después de haber atendido a heridos de los dos bandos en la Guerra del Chaco que enfrentó a Paraguay con Bolivia (por lo cual sufrió cárcel pues se lo creyó un espía), “el dolor no tiene banderas ni fronteras” decía, donó todos sus ahorros a los soldados y a la Cruz Roja, y regresó a la Argentina. Viajando en el tren que lo llevaba a Tucumán a visitar un hermano antes de llegar a Buenos Aires donde estaba su madre, en noviembre de 1935 su destino cambió para siempre. Al pasar por Formosa y parar en el pasaje Guaycurú (hoy Estanislao del Campo), hubo quien pidió a los gritos alguien para atender una parturienta que estaba a punto de morir.

Perdió el tren en esa oportunidad, y se ganó el Cielo, porque a los aborígenes y pobres de toda la comarca los curó de lepra, tuberculosis y sífilis. ¿Cómo no lo iban a llamar Doctor Dios?

Pero no sólo la salud requirió su noble atención: fundó la colonia aborigen “Juan Bautista Alberdi”, enseñó a cultivar algodón, cocer ladrillos y hasta a construir. Exploró fuentes de agua y proyectó un camino hacia el río Teuco. Hizo levantar una escuela de la que fue tres años maestro. De su bolsillo compró arados y semillas, sin dejar de investigar y escribir sobre el lugar. Defendió a los aborígenes de la explotación en la zafra azucarera. “Si algún asomo de mérito me asiste en el desempeño de mi profesión, este es bien limitado. Yo no he hecho más que cumplir con el clásico juramento hipocrático de hacer el bien a mis semejantes”.

Hombre de una sola mujer, nunca volvió a enamorarse después que la sobrina del presidente paraguayo, Aurora Evalí, su joven novia, muriera con tan sólo 20 años, de fiebre tifoide, lo que lo sumió en un profundo dolor. ¡Dolor que hizo carne para curar a tantos otros!

Ni siquiera quiso aceptar la pensión vitalicia que el Gobierno argentino quiso otorgarle: “Todo para los demás, nada para mí”.

Este “Doctor Honoris Causa” de la UNR fue un médico que honra la condición de la Humanidad y el juramento hipocrático. Junto a Francisco Muñiz, Ricardo Gutiérrez e Ignacio Pirovano integró, en 1966, las imágenes de las estampillas con la leyenda “Médico abnegado y honesto” que recibíamos a través de las cartas manuscritas. Una antigua costumbre que debiéramos reivindicar y volver a poner en práctica. Está científicamente comprobado el beneficio neurológico de la escritura manuscrita, en el desarrollo de la inteligencia, la concentración, la memoria y todo lo que la inteligencia artificial jamás podrá lograr por más que se lo exija. “Ante la barbarie fundada en el desarrollo de la técnica, prefiero ser conservador y estar al lado de la gente que sufre”, decía.

Hace unos años la Asociación Vecinal Dr. Maradona organizó la colocación de una placa en el domicilio póstumo, acto del que participaron instituciones culturales, educativas, deportivas y de la comunidad qom a la que dedicó su sabiduría y de la que “el médico de los pobres” mucho aprendió. “Todo es aprendizaje”, solía decir en su venerable humildad.

Cuando hace ya casi tres años se aprobó la ordenanza del Paseo de la Salud, el Distrito Centro organizó una previa con radio abierta incluida en la que también se honró su figura con una exposición de Dioses del Olimpo, una iniciativa nacida a instancias del 150º aniversario del teatro Olimpo en Mitre 534, para recordar a los dioses de nuestra propia historia rosarina.

Allí estuvo su imagen, pero si hubiéramos tenido una máquina del tiempo, el mismo podría haber conducido el acto ya que en 1930 Maradona fue periodista radial, explorador y estudioso de la botánica, en Resistencia, además de un prolífico escritor. Maravilloso su “Recuerdos campesinos”.

Hoy hace diez años que él ya no está en este plano. Ya que la Nación decidió en 2001 por ley 25.448 que esa jornada se celebre en su honor el Día Nacional del Médico Rural, preparemos para este viernes 4 de julio, año Jubilar y del Tricentenario del Rosario, un gran encuentro en la Cuna de la Bandera para honrar su glorioso nombre: ¡Maradó!, ¡Maradó!



 

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