Por Mariano Kestelboim
El cambio de modelo fue abrupto y se expresó en movimientos muy importantes de precios relativos y una profunda contracción del producto.
Antes de la asunción presidencial de Javier Milei, existía un amplio consenso entre los analistas sobre la necesidad de aplicar un plan de estabilización. La crónica escasez de divisas, agudizada por el efecto de la mayor sequía histórica, se reflejaba en la pérdida de reservas, el estancamiento y la debilidad del peso.
El ordenamiento macroeconómico debía descomprimir la tensión entre la disponibilidad de divisas y las importaciones y los compromisos de deuda externa. Para evitar un ajuste en un año electoral con impacto significativo sobre la demanda agregada que redujera el consumo de divisas, el ex ministro Sergio Massa, además de mantener restricciones a las compras externas, negociar con el FMI para destrabar financiamiento y recurrir a fuentes alternativas de auxilio crediticio soberano (BID, CAF, Qatar y swap con China), había ideado un esquema que buscaba incentivar la liquidación de exportaciones, conocido como 80-20 que todavía se aplica; habilita a liquidar ventas externas en un 80% al tipo de cambio oficial y un 20% al CCL, lo cual mejora la rentabilidad del exportador.
Sin embargo, esas medidas, al igual que los aumentos escalonados de las tasas de interés (de 75% a 133% para plazos fijos en 2023), el desarrollo de grandes inversiones en el gasoducto Presidente Néstor Kirchner y otros tipos de cambio diferenciales y sectoriales en el comercio exterior no habían tenido incidencia suficiente para oxigenar el mercado cambiario y así aplacar las expectativas de devaluación.
El desequilibrio era estructural y requería de un plan de una envergadura considerablemente mayor. Podía esperarse que una nueva administración, respaldada por el voto popular, pudiera llevarlo a cabo. Debía requerir consensos básicos para alcanzar acuerdos generales y sectoriales y, para eso, el capital político de un gobierno entrante lucía imprescindible, en especial debido a la magnitud del desafío que, sin acceso al financiamiento externo, lo volvía muy complejo. El largo período sin crecimiento generaba descontento, aunque, en primer orden y por amplio margen como urgencia, aparecía la necesidad de combatir la inflación y recuperar el poder adquisitivo de las grandes mayorías.
En ese entreverado contexto, asumió Javier Milei que decidió desplegar un programa de ajuste ortodoxo de shock ultra potente y descarnado. El cambio de modelo fue abrupto y se expresó en movimientos muy importantes de precios relativos y una profunda contracción del producto.
Más allá de la recuperación del agro por factores climáticos, el resto de los sectores verificarán este año mermas superiores al 5%. Por caso, el FMI, que suele realizar proyecciones que subestiman las crisis en países que aplican políticas ortodoxas, calculó en febrero pasado una caída del PBI no agrícola del 5,2% en 2024.
El voltaje del efecto redistributivo en un sentido netamente regresivo fue obsceno por el deterioro de los ingresos de los trabajadores activos y pasivos. Pero las medidas aplicadas hasta ahora impulsaron también a un grupo de grandes empresas con ganancias absolutamente desproporcionadas, sobre todo considerando la caída de la producción y el golpe sobre los millones de perdedores. Es decir, se achicó la torta y unos pocos, casi sin visibilidad en un entorno copado por la abundante información económica, tomaron porciones de renta mucho más importantes, sin siquiera mediar un debate. Podría tratarse de un llamativo favoritismo hacia sectores que concentran riquezas no vinculadas a su performance productiva o de inversiones, de mala praxis o, lo que es más aparente, de una combinación de favoritismo y mala praxis.
En general, los grandes sectores exportadores (agropecuario, minero, energético, petroquímico y de algunos insumos fabriles como cuero, aluminio y siderurgia) fueron rutilantes ganadores en el primer trimestre de gobierno por varias medidas y, entre ellos, se destacaron las empresas petroleras.
El primer hito fue la brutalidad del ajuste devaluatorio que estuvo por encima de todas las previsiones. Un informe de mediados de octubre pasado de LatinFocus Consensus -reúne las proyecciones de consultoras y bancos (tienden a opinar muy parecido)-, indicaba que en diciembre de 2023 el dólar oficial iba a trepar a 590 pesos. Si se materializaba esa estimación, el salto respecto a la cotización de octubre iba a ser del 70%. Así, los especialistas creían que se iba a producir la mayor devaluación desde la salida de la Convertibilidad. De todos modos, la subestimaron. El tipo de cambio superó en un 43% el promedio esperado y el dólar llegó a fin de año a 845 pesos.
El segundo hecho notable que hizo más doloroso el ajuste e inclinó la balanza hacia los rubros de las empresas más concentradas y con una demanda menos sensible a las variaciones de precios por tratarse de consumos primarios y con capacidad exportadora (naftas, medicamentos y alimentos básicos) fue la locuacidad del Presidente recién asumido induciendo a subir los precios rápido y en la mayor magnitud posible dado que, según sus cálculos, se registraba ya un proceso de hiperinflación. La lectura más intuitiva era la siguiente: si liberan los controles de precios repentinamente y la máxima autoridad pública exagera la inflación y asegura que está "viajando al 3.678% anual", se dispara una carrera y las empresas que demoren y/o suban poco sus precios quedarán rezagadas y, por lo tanto, perderán una porción importante de su ingreso relativo. Las estaciones de servicio picaron en punta. En tres meses y medio, los precios de los combustibles aumentaron en torno del 180% con una caída del consumo del 20%, lo cual implica que sus ingresos subieron más del 120% con una inflación acumulada en torno del 75% y con salarios sectoriales que ascendieron menos aun (43% en enero y 14% en febrero).
Para colmo, la sobrerreacción de los aumentos no fue acompañada de acuerdos con los grandes sectores exportadores. Un alza en un día del 118% del dólar debería haber dado plafón para que las empresas que se iban a beneficiar enormemente de esa medida tuvieran una contrapartida. Ni siquiera hubo compromisos públicos de inversión que podrían haber apuntalado la gestión de Milei. La política compensadora de manual (el incremento de los derechos de exportación) fue un mamarracho en su intento de implementación. Con una simplificación infantil (retenciones del 15% de piso para todos, excepto hidrocarburos y minería que iban a seguir con el 8%, según la ley ómnibus), la gestión fracasó en generar un contrapeso que habría fortalecido la recaudación tributaria para atenuar el ajuste o aplicar políticas contracíclicas. También, con una mejor sintonía negociadora, habría podido morigerar los aumentos de precios o condicionar a los ganadores a invertir.
El broche de oro a favor de los exportadores fue la continuidad del esquema 80-20 que se ha constituido en el principal canal de inyección de divisas en el mercado cambiario. Como gran logro, ha contribuido en buena medida a la muy significativa reducción de la brecha cambiaria en el proceso de apreciación real más intenso desde la fase inicial de la Convertibilidad. Junto a la recesión, esta dinámica impacta en la fuerte desaceleración inflacionaria buscada por Milei. Sin embargo, no luce sustentable sin la propagación de inversiones reales, desarrollo de infraestructura (sin obra pública, no sucederá), planificación productiva e incremento de la productividad.
Otro gran ganador de la fase inicial del gobierno ha sido el sector financiero. Con carteras llenas de bonos soberanos ajustables por CER y dólar linked, la mega devaluación hizo volar sus rendimientos de la noche a la mañana. Inclusive, habiendo ganado tanto y sin retribuciones como podría haber sido una cuota mínima de créditos en condiciones ventajosas para inversión productiva pyme, consiguieron topear los plazos fijos UVA a 5 millones de pesos y condicionarlos a 180 días de plazo mínimo, en detrimento de los pequeños ahorristas. El caso del banco Macro es ilustrativo. En el cuarto trimestre de 2023 reportó una ganancia neta de 569 millones de dólares, lo cual fue un 789% mayor que la obtenida en el mismo lapso de 2022 y en los tres meses del gobierno de LLA duplicó el valor de sus acciones en Wall Street.
Un pilar del negocio de los bancos, las tarjetas de crédito, fueron beneficiadas también con dos medidas. Primero, Milei liberó las comisiones cobradas a los comercios (el máximo era de 1,5% para débito y 3% para crédito por el monto total de la operación) y ahora también pueden fijar libremente las comisiones para discriminar entre grandes comercios y pymes. Además de engordar la renta de los bancos, la decisión implica una sustancial pérdida de competitividad. Todo lo que se comercializa deberá computar en el precio el costo agregado de las mayores comisiones. Y, segundo, el DNU desreguló el cobro de intereses punitorios. En una economía con alta inflación, el uso de los plásticos es más necesario y, por consiguiente, el aumento de los intereses por incumplimiento garantiza más rentabilidad.
En la lista de ganadores no pueden faltar las compañías de medicina prepaga. Al amparo del DNU, descreman el negocio de la salud privada con total libertad en perjuicio de familias que quedan desprotegidas ante aumentos de cuotas y condiciones abusivas.
El costo social y productivo para el resto de la economía es insoportable e injusto. Esta experiencia de políticas de brocha gorda sin gradualidad ni condicionamientos para los pocos que se enriquecen en sectores donde el acceso de nuevos competidores está prácticamente vedado por escala y tiempo de recupero de las inversiones somete a las grandes mayorías. Y, a la vez, condena a que solo sea un buen negocio el abuso en los mercados con consumidores cautivos y las actividades transables vinculadas fundamentalmente a la explotación de los recursos naturales de nuestro país.
Economista, asesor de empresas y cámaras industriales, docente y conferencista.