Por Enrique Albistur
Definir una vara capaz de mensurar la eficacia y el impacto emocional que producen los homenajes es una empresa imposible y absurda ¿Vale más una vuelta de cinta aisladora negra como señal de luto que la ofrenda de los All Blacks? ¿Moviliza más la carta de Macrón que una vela usada y con restos de dulce de leche reencendida en Fiorito? La foto que ilustra esta columna lleva el dolor a una dimensión desconocida y hace que esas preguntas pierdan sentido. La foto que ilustra esta columna destroza el alma en mil pedazos y es ni más ni menos que un homenaje anónimo al dios de quienes lo perdieron todo sin haber tenido nada.
La imagen del chico de los pies descalzos es la de un país quebrado de dolor; es la inenarrable realidad de una estrella que une a colonos y colonas -pobres, ricos y pobrísimos- de una ciudad que inhala riqueza y exhala violencia. Es, en definitiva, la imagen de un pueblo que necesitó de una desgracia inmensa, monumental, para reencontrarse en un abrazo nacional sin precedentes después de doscientos años de difícil convivencia bajo el cielo de una patria formal.
Un tacho de pintura, un arco de hierro cubierto a medias por una frazada que -paradójicamente- siempre queda corta, y un bolsón de arena que hace de placar. En la imagen del chico de los pies descalzos lo material es nada. Y lo inmaterial no se puede siquiera dimensionar. No hay forma frente a una profundidad que perturba y nubla cualquier intento de poner en palabras lo que nace desde un lugar imposible de narrar.
Maradona es ahora un sueño amargo porque todas y todos tenemos la certeza de que nunca jamás volverá a haber otro igual. Maradona fue un sueño. Y eso explica, como alguna vez dijo el poeta Sabina, que acaso no haya nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió.
Fueron los 80 los años más maradonianos. En esos tiempos los posters de los ídolos se colgaban con chinches en las puertas del placar. El chico de los pies descalzos convirtió en poster uno de los afiches de vía pública que en los últimos días tapizaron las calles y avenidas porteñas. E hizo de un bolsón de arena un placar donde colgarlo. Entonces se echó a dormir buscando alguno de los sueños que de tan felices alguna vez hasta le ganaron al hambre.
Ningún barrilete, cósmico o no cósmico, podría levantar vuelo en una habitación. Hacía falta una habitación sin techo ni paredes para que el más humano de los humanos pudiera volar para siempre, infinitamente feliz, finalmente libre, y en paz. Hacía falta captar la imagen del ídolo celeste y blanco sobre un chico durmiendo en la calle para entender de una vez y para siempre que la grieta se llama desigualdad.