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Opinión del Lector

Vamos a la playa

Juanjo Lakonich

Por Juanjo Lakonich

Quizás su principal atractivo sea que es un lugar más fresco, y eso en el verano es inestimable. Pero tampoco hay que descartar otras razones como su carácter de borde, de transitoriedad y movimiento, incluso de ambivalencia. La playa, durante unas horas es tierra -mejor dicho, arena-, y poco tiempo después, es agua, olas que llegan y se van. Como sea, desde niños solemos vivenciarla como un sitio especial, donde las normas y también las clases sociales se desdibujan un poco. Definitivamente, la playa, tiende a la igualdad y en ella se respira mayor libertad que en otros lugares.

Pasé toda mi niñez y mi adolescencia en San Bernardo, cuando era una pequeña villa balnearia con un ancho de tan solo cuatro cuadras, con casas desperdigadas. Allí llegué con mis padres, antes de que se construyeran los altos edificios que ominosamente hoy proyectan la sombra sobre la arena en el atardecer. En aquellas épocas, aún no existía la avenida Costanera que obviamente bordea la playa, y tampoco la ruta Interbalnearia que conecta a todos los pueblos de la zona y con la urbe porteña.

Vivíamos a media cuadra de la playa, para llegar hasta la orilla del mar no había que cruzar ninguna calle, a lo sumo había que atravesar algún terreno baldío regado con uñas de gato, y luego los médanos. Mientras mis padres atendían el almacén que nos daba de vivir, con mi hermano menor jugábamos con otros niños en ese inmenso “patio” mojado por las olas. No era necesario que alguien nos cuidara en forma directa, nos miraban los vecinos turistas que nos conocían por ir a comprar al negocio, en una playa que no estaba para nada abarrotada; y que no tenía carpas, sino inmensas sombrillas y lonas para tomar sol, mientras recién aparecían las primeras reposeras de playa. Las familias llegaban desde Capital Federal -así se le decía antes- a pasar las fiestas de fin de año y se quedaban todo el verano. A lo sumo, el hombre proveedor se volvía para trabajar durante los días de semana y la mujer ama de casa permanecía con los niños. Casi nadie alquilaba, las casas eran ocupadas por los propietarios que repetían el ritual todos los años, quienes pertenecían a los sectores medios ya consolidados. No era el caso de mis padres que trabajaban muy intensamente mientras los porteños disfrutaban, con la ayuda de sus dos hijos que a veces atendían en el negocio familiar. Alquilábamos el local, y vivíamos amuchados atrás, los cuatro en una sola pieza, incluyendo la cucheta. Disponíamos de una mínima cocina-comedor y un pequeño baño sin lugar para una ducha.

Mientras tanto, San Bernardo nunca paró de crecer aceleradamente y luego se convirtió en un sitio turístico muy apreciado, principalmente por los jóvenes. Quedó “condenado al éxito” como dijera después un ex presidente. En tan solo cuatro horas ya se podía llegar desde CABA cuando antes se demoraba más de seis horas, haciendo, además, un buen tramo por ruta de tierra.

En la playa de mi niñez, nadie usaba protector solar, sino que se buscaba todo lo contrario. Cuando calentaba el sol, como cantaba Luis Miguel, los adultos se ponían bronceador para estar lo más negros que podían, seguramente para luego alardear ante los que no podían vacacionar; incluso algunos se untaban aceite por todo el cuerpo. El agujero de ozono era tan solo una fantasía futurista del algún imaginativo escritor de mala ciencia ficción. Los niños no nos poníamos nada, solo debíamos estar atentos al consejo materno de tostarnos gradualmente los primeros días del verano, el cual muy pocos cumplíamos.

Los médanos parecían muy altos, iban mucho más allá de nuestra corta estatura. Nos divertíamos haciendo pasadizos internos dentro de los tamariscos, que incluían desniveles que nos transportaban a increíbles mundos de aventuras. A veces nos cruzábamos con grupos y parejas de jóvenes y adolescentes guitarreando o haciendo cosas que todavía no comprendíamos cabalmente, en una suerte de videoclip -todavía no existentes- del tema Estación de Sui Generis. Desde lo alto del médano, con los chicos nos tirábamos jugando a las “carreras de milanesas”, girando nuestros cuerpos ya mojados por el agua salada, embadurnándonos de arena y recibiendo algún que otro golpe no deseado por la velocidad de la rodada. Y después, de nuevo al agua tan salada. El ritual se prolongaba una y otra vez, hasta quedar exhaustos.

Siempre el mar, las olas y el viento sucundún, sucundún. No había barrenadores ni tablas de surf, ni aparatos novedosos, solo tirarse una y otra vez, chapoteando por arriba o yendo por debajo de las olas. Siempre respetando que el nivel del agua estuviera entre rodillas y cintura… porque mamá así lo ordenaba con fuerte amenaza incluida. El mar me transmitía respeto, incluso miedo. Mucho más cuando le sucedió lo nunca deseado al mozo del restaurante quien nos había atendido dos días antes en una cena familiar, quien se ahogó a la vista de todos en una desolada tarde, después de haberse metido muy adentro, porque era un eximio nadador, que incluía el mito -seguramente imaginado por mí- de que había sido sobreviviente de un naufragio. Y también no me olvido cuando un par de inviernos después aparecieron los cuerpos que traía el mar profundo, aparecidos sin vida que se transformaron en bandera de luchas posteriores. La vida y la muerte en la playa. Una, con sus disfrutes a pleno, y la otra, que había que esquivar todo lo que se pudiera.

En aquellos primeros tiempos, todavía no había carpas, esos monoblocks horizontales dispuestos sobre la arena seca que luego amucharon a los turistas y los volvieron hiperconsumidores. Se impusieron masivamente en todo el frente marítimo a fines de los 70, y la playa dejó de ser libre e igualadora, iniciando las delimitaciones geográficas con sogas y la cruda división en clases sociales. Pero antes de que ellas llegaran, era amplísima. Y en la bajamar, a veces disponíamos de más de un centenar de metros ganado al agua. Jugábamos al fútbol en equipos, a la pelota a paleta o a “un cabeza” entre dos o cuatro jugadores en la arena seca, y nadie se enojaba demasiado por recibiera algún pelotazo. Había espacio para todos, aunque no me lo crean. Finalmente, se cumplió la paradoja de Alejandro Dolina, el éxito turístico trajo la ruina de su mano.

Actualmente me cuesta ir a la playa. Desde hace muchos años vivo en Mar del Plata, y puedo pasar toda una temporada sin siquiera pisar la arena. Cuando voy a San Bernardo, ya nunca la piso. Salvo cuando viajo a un nuevo lugar, pero es en plan de conocer, y de aprovechar los pocos días que allí permaneceré.

Las personas cambiamos nuestros gustos, y eso no está nada mal, o tal vez es que nos volvemos viejos. Pero quizás la respuesta no sea tan simple. Quizás se trate de la certeza de saber que jamás volveré a sentir aquellas sensaciones igualadoras y libres de en serio. Y eso me impide disfrutar hoy simplemente de la arena, el agua y el sol. No es una decisión muy inteligente de mi parte.

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