El papa Francisco dedicó su catequesis en la audiencia pública de este miércoles a la relación entre la pobreza y la misericordia, y subrayó: “La misericordia de Dios con nosotros está estrechamente unida a la nuestra con el prójimo; cuando falta nuestra misericordia con los demás, la de Dios no puede entrar en nuestro corazón cerrado. Dios quiere que lo amemos a través de aquellos que encontramos en nuestro camino”.
El papa Francisco dedicó su catequesis en la audiencia pública de este miércoles a la relación entre la pobreza y la misericordia, y recordó que la misericordia de Dios con cada uno está estrechamente unida a la que nosotros tenemos con el prójimo.
“Cuando falta nuestra misericordia con los demás, la de Dios no puede entrar en nuestro corazón cerrado. Dios quiere que lo amemos a través de aquellos que encontramos en nuestro camino”, sostuvo ante la multitud reunida en la Plaza San Pedro.
El pontífice reflexionó sobre la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro, al señalar que “presenta dos modos de vivir que se contraponen”.
“El rico disfruta de una vida de lujo y derroche; en cambio, Lázaro está a su puerta en la más absoluta indigencia, y es una llamada constante a la conversión del opulento, que este no acoge”, diferenció.
“La situación se invirtió para ambos después de la muerte. El rico fue condenado a los tormentos del infierno, no por sus riquezas, sino por no compadecerse del pobre. En su desgracia, pidió ayuda a Abrahán, con quien estaba Lázaro. Pero su petición no pudo ser acogida, porque la puerta que separaba al rico del pobre en esta vida se había transformado después de la muerte en un gran abismo”, afirmó.
El Papa explicó que esta parábola enseña que “la misericordia de Dios con nosotros está estrechamente unida a la nuestra con el prójimo; cuando falta nuestra misericordia con los demás, la de Dios no puede entrar en nuestro corazón cerrado. Dios quiere que lo amemos a través de aquellos que encontramos en nuestro camino”.
Francisco saludó luego a los peregrinos de lengua española, en particular a los venidos de España y Latinoamérica, a quienes invitó a “no perder la oportunidad, que se presenta constantemente, de abrir la puerta del corazón al pobre y necesitado, y a reconocer en ellos el rostro misericordioso de Dios”.
Texto completo de la catequesis del papa Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Deseo detenerme con ustedes hoy en la parábola del hombre rico y del pobre Lázaro. La vida de estas dos personas parece recorrer caminos paralelos: las condiciones de vida son opuestas y del todo incomunicadas. La puerta de la casa del rico está siempre cerrada al pobre, que reposa allí afuera, buscando comer cualquier residuo de la mesa del rico. Él usa vestidos de lujo, mientras que Lázaro está cubierto de llagas; el rico cada día come generosamente, mientras que Lázaro muere de hambre. Sólo los perros cuidan de él y lamen sus llagas. Esta escena recuerda el duro reclamo del Hijo del hombre en el juicio final: «Porque tuve hambre y ustedes no me dieron de comer; tuve sed y no me dieron de beber; estaba […]desnudo y no me vistieron» (Mt 25, 42-43). Lázaro representa bien el grito silencioso de los pobres de todos los tiempos y la contradicción de un mundo en el cual las inmensas riquezas y recursos están en las manos de pocos.
Jesús dice que un día aquel hombre rico murió -los pobres y los ricos mueren, tienen el mismo destino, todos nosotros, no hay excepciones a esto- y entonces se dirigió a Abraham suplicándole con el apelativo de “padre” (v. 24.27). Reclama, por lo tanto, de ser su hijo perteneciente al pueblo de Dios. Y sin embargo en vida no ha mostrado alguna consideración hacia Dios, más bien ha hecho de sí mismo el centro de todo, cerrado en su mundo de lujo y de desperdicio. Excluyendo a Lázaro, no ha tenido en cuenta ni al Señor, ni a su ley. ¡Ignorar al pobre es despreciar a Dios! Y esto debemos aprenderlo bien ¡Ignorar al pobre es despreciar a Dios! Hay un particular en la parábola que cabe señalar: el rico no tiene un nombre, sólo el adjetivo “el rico”, mientras que el del pobre es repetido cinco veces, y “Lázaro” significa “Dios ayuda”. Lázaro, que reposa delante de la puerta, es una llamada viviente al rico para recordarse de Dios, pero el rico no acoge tal llamado. Será condenado por lo tanto no por sus riquezas, sino por haber sido incapaz de sentir compasión por Lázaro y socorrerlo.
En la segunda parte de la parábola, reencontramos a Lázaro y al rico después de su muerte (v. 22-31). En el más allá la situación se ha invertido: el pobre Lázaro es llevado por los ángeles al Cielo con Abraham, el rico en cambio cae entre los tormentos. Entonces el rico «levantó los ojos y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro a su lado». Le parece ver a Lázaro por primera vez, pero sus palabras lo traicionan: «Padre Abraham –dice– ten piedad de mí y manda a Lázaro, ¡lo conocía eh!, manda a Lázaro a meter en el agua la punta del dedo y a mojarme la lengua, porque sufro terriblemente en esta llama». Ahora el rico reconoce Lázaro y le pide ayuda, mientras que en vida fingía no verlo. Cuántas veces, cuántas veces, tanta gente finge no ver a los pobres, para ellos los pobres no existen ¡Antes le negaba los residuos de su mesa, y ahora querría que le llevara de beber! Cree todavía poder poseer derechos por su precedente condición social. Declarando imposible cumplir su solicitud, Abraham en persona ofrece las claves de toda la narración: él explica que los bienes y males han sido distribuidos de modo de compensar la injusticia terrena, y la puerta que separaba en vida al rico del pobre, se ha transformado en «un gran abismo». Mientras Lázaro estaba bajo su casa, para el rico había posibilidad de salvación, abrir la puerta, ayudar a Lázaro, pero ahora que ambos están muertos, la situación se ha transformado en irreparable. Dios no es nunca llamado directamente en causa, pero la parábola pone claramente en guardia: la misericordia de Dios hacia nosotros está vinculada a nuestra misericordia hacia el prójimo; cuando falta esta, también aquella no encuentra espacio en nuestro corazón cerrado, no puede entrar. Si yo no abro la puerta de mi corazón al pobre, aquella puerta permanece cerrada también para Dios, y esto es terrible.
A este punto, el rico piensa en sus hermanos que corren el riesgo de tener el mismo fin, y pide que Lázaro pueda volver al mundo a advertirles. Pero Abraham responde: «Tienen a Moisés y a los profetas, que escuchen a ellos». Para convertirnos, no debemos esperar hechos prodigiosos, sino abrir el corazón a la Palabra de Dios, que nos llama a amar a Dios y al prójimo. La Palabra de Dios puede hacer revivir un corazón árido y curarlo de su sequedad. El rico conocía la Palabra de Dios, pero no la ha dejado entrar en el corazón, no la ha escuchado, por eso ha sido incapaz de abrir los ojos y de tener compasión del pobre. Ningún mensajero y ningún mensaje podrán sustituir a los pobres que encontramos en el camino, porque en ellos nos viene al encuentro Jesús mismo: «Todo aquello que hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt 25,40), dice Jesús. Así en la inversión de las suertes que la parábola describe está escondido el misterio de nuestra salvación, en que Cristo une la pobreza a la misericordia.
Queridos hermanos y hermanas, escuchando este Evangelio, todos nosotros, junto a los pobres de la tierra, podemos cantar con María: «Derribó a los poderosos de su trono, elevó a los humildes; colmó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías» (Lc 1,52-53). Gracias. (Traducción del italiano, Mercedes De La Torre – Radio Vaticano).