Por Ángela Raboy
La desaparición forzada de personas constituye un crimen de comisión permanente. En la actualidad vuelven a escucharse las expresiones más crudas del negacionismo. No queremos eso nunca más. Debemos mantenernos prevenidos y alertas para que no se repita lo peor de la historia, es nuestra responsabilidad social manifestar rechazo a toda forma de negacionismo, impunismo, apología del genocidio y su continuidad ideológica.
En Argentina hubo un genocidio que dejó una incontable cantidad de víctimas. El de 30.000 es un símbolo más que una cifra. Es un cálculo estimado de base, una representación de la magnitud de la pérdida. Lamentamos no tener el número exacto certificado. Si no lo tenemos es porque la metodología ideada y ejecutada por la dictadura para el exterminio masivo de personas fue el secuestro ilegal y la desaparición forzada. Acciones reforzadas en pactos cómplices de silencio y de impunidad, las cuales, con mínimas excepciones, se sostienen hasta la actualidad.
La desaparición forzada de personas constituye un crimen de comisión permanente. Es decir: se sigue cometiendo todo el tiempo mientras lxs desaparecidxs siguen sin aparecer.
Quienes saben exactamente cuántos son, dónde están y qué les hicieron a lxs desaparecidxs son los mismos perpetradores que eligen cada día seguir callando.
El fantasma del cartel giratorio alrededor del Obelisco parece circular todavía con su lema: "El silencio es salud". Lo que fue concebido como una advertencia dirigida a la población sigue siendo un recordatorio hacia ellos mismos.
Aunque el silencio, entre otros pactos, les haya brindado décadas de impunidad, en muchos casos no logró evitar que la justicia los condenara y que, finalmente, fueran inscriptos de manera probada sus crímenes en la historia. Entonces este silencio sostenido por tanto tiempo parece tener además otros objetivos.
El secreto guardado es la constancia del daño negado. Es una forma de seguir ejerciendo poder. Es una manera de seguir aplicando torturas. Es horror perpetuado. Es reivindicación y permanente amenaza.
Los verdugos duermen cada noche abrazados a cuerpos insepultos de manera morbosa. Lo disfrutan, no quieren dejar de hacerlo, es un orgullo para ellos. No se arrepienten. No los sueltan.
Jamás pidieron perdón ni tienen intención de reparar nada. Son lo que son y nos recuerdan de lo que son capaces. Quieren hacer lo que hacen. Siguen ocultando lo que hicieron mientras dicen abiertamente que lo volverían a hacer. Ahora mismo, lo siguen haciendo. Todavía siguen sin decir palabra. Siguen sin decir dónde están los muertos. Siguen sin decir dónde están los nietos robados, siguen sin dejarlos que vuelvan.
Por eso tenemos que hablar siempre de los 30.000 desaparecidxs, reclamar por ellos y ellas, nombrarlxs, pedir por todxs y por cada unx. Por que los niegan es que tenemos que volver todo el tiempo a preguntarnos y a exigir a los responsables que den respuestas. No es ir a revolver un tema del pasado. Es ahora, es todo el tiempo, que lxs desaparecidxs nos faltan y que los desaparecedores callan, se llevan los secretos a la tumba, los vuelven a desaparecer. Es todo el tiempo que lo hacen, los siguen reteniendo y repiten el mantra de que: "lxs desaparecidxs no están ni vivos ni muertos, no tienen entidad, no existen". Que algo habían hecho. Que hubo dos demonios. Que no fueron 30.000 y tantas patrañas más.
Pactos, aprietes, sociedades, coacciones, influencias, favores, amenazas, trabas, obstrucciones, carpetazos, pinchaduras, conveniencias, amparos, presiones, operaciones, recursos infinitos se articularon para garantizar a los genocidas la impunidad de seguir sus vidas detentando una libertad forzada. Llegaron a pensar y estar seguros de que a ellos nunca les iba a tocar la justicia.
Pero el derecho a la verdad es una necesidad que puja por revelarse y por más que se nos reían en la cara, la pregunta por el destino de lxs desaparecidxs se mantuvo siempre abierta.
Hubo que luchar por ella. Hubo que construir un camino posible a la justicia. Hubo que hallar el agujero en la trama de la imposibilidad y pasar del otro lado para acceder al derecho. Para esto fue necesario hacer caer el muro levantado por las leyes de impunidad. El proyecto para la anulación de las leyes de Obediencia Debida y de Punto Final fue presentado ante el Congreso Nacional por Patricia Walsh, diputada en aquel momento. La iniciativa contó además con el impulso del entonces presidente Néstor Kirchner y el 12 de agosto de 2003 fue sancionada como Ley Nacional N° 25.779.
A partir de entonces se reabrieron los juicios y desde 2006 hasta la actualidad, la justicia respondió con más de 300 fallos condenatorios que dan cuenta de, al menos, 1189 condenas por crímenes de Lesa Humanidad con diferentes rangos de penas. También hay hasta el momento 168 absoluciones por falta de pruebas.
Son fallos tardíos, de enorme valor simbólico más que efectivo. Cuando la justicia demora por décadas, los familiares impulsores de las querellas, los testigos, los sobrevivientes y los mismos acusados muchas veces no llegan a obtener sentencia. La impunidad biológica es una victoria criminal. Al morir cualquiera de las partes caen las causas, se cierran y sobre los acusados rige la presunción de inocencia, entonces no se los puede llamar públicamente genocidas aunque lo sean.
Es por lo tanto que son tan valiosas las condenas que existen. En su conjunto alcanzan a dar cuenta de lo ocurrido, de la magnitud, la sistematicidad y las formas particulares adoptadas como prácticas habituales por el Estado para infundir terror en la población. Esta justicia, que funciona apenas como desagravio, sin embargo, no deja de ser imprescindible. Cada condena repara y produce la inscripción histórica de los hechos denunciados, hechos que como verdades jurídicas dejan de ser discutibles como versiones, opinables, distorsionables o puestas en duda.
La búsqueda de Memoria, Verdad y Justicia siempre es componedora, ajena y contraria de aquella antigua idea de venganza asociada al "ojo por ojo y diente por diente". Nada se repara con un ojo ajeno. De qué nos sirven sus dientes. Sus pertrechos mejor que se los queden, nadie quiere eso. Ni justicia por mano propia, ni acciones de revancha.
No somos lo que nos hicieron. Sus métodos, sus horrores no son nuestros.
No pudieron convertirnos en eso que no somos.
No somos ese espanto.
No somos ellos.
Aprendimos del ejemplo de las Madres y las Abuelas a luchar en paz, a enfrentar con dignidad y respeto todo tipo de provocaciones y amenazas. Resistimos junto a ellas. Adquirimos templanza y herramientas, construimos un lenguaje de no violencia, que ahora parece pasado de moda, pero que seguiremos reivindicando pues tiene nuestra huella.
Los juicios de Lesa Humanidad llevados adelante en Argentina son un legado y un ejemplo para el mundo. Se desarrollan en tribunales comunes, en las jurisdicciones naturales y bajo el Código Penal vigente al momento de la comisión de los crímenes. Durante los juicios las partes son tratadas con el mismo respeto. Los acusados tienen todas las garantías legales del debido proceso y se cumple con sus derechos, tienen sus defensas, tienen visitas, acceso a sus tratamientos médicos, comida en buen estado, celdas de privilegio y un trato suave, algo subordinado por parte de los agentes penitenciarios. La única libertad real que pierden los condenados es la libertad ambulatoria y sólo por un tiempo determinado. Ese es el único castigo que reciben. No se pretende nada más. Cuidamos que se respeten en todos los casos sus derechos humanos. A partir de los 70 años y en casos de tener dolencias especiales pueden acceder a la posibilidad de cumplir las condenas en forma domiciliaria y cuando así lo dispone el tribunal es lo que corresponde. Esto es muy común y por la edad de los genocidas es lo que ocurre en la mayor parte de los casos. Se van a sus casas, generalmente sin custodia y salen de paseo cuando se les da la gana, a dar la vuelta al perro, a atender un negocio, a visitar a algún camarada. A mostrarle al mundo que no hay reglas para ellos, que nada los frena.
Debe ser una tentación romper la orden perimetral, infiltrarse en la sociedad y escabullirse, burlar la condena. Lo hacen todo el tiempo, lo ostentan; sin embargo, eso no los libera de la pena.
El valor simbólico de los juicios es mayor que el barrote de una celda.
Es derecho de toda la sociedad, es derecho de las víctimas y es derecho de los victimarios, que existan y se cumplan las condenas. Que las acciones de odio, tengan sus consecuencias.
Lejos de ser una etapa cerrada, todavía hay en todo el país enorme cantidad de juicios de Lesa Humanidad en marcha.
Los estados de negación social pueden ser el resultado traumático del mismo terror instalado.
Frente a algo inconcebible o insoportable se puede producir una reacción de clausura, un mecanismo automático que cierra las puertas para no saber, para no enterarse o incluso para dejar afuera y olvidar lo que se sabe, lo que se supo, lo que se vio, lo que se vivió.
Todo puede ser puesto en duda hasta volver imposible lo ocurrido.
El negacionismo en cambio tiene otro origen y otras finalidades, no es inocente, es un relato que se construye en base a mentiras explícitas, con el objetivo de inducir al error, es un daño que se aplica de manera consciente, cuando lo que se sabe es trucado, negado, omitido o cambiado a propósito de lugar. El negacionismo se disfraza y adquiere muy variadas expresiones dedicadas a distraer la atención, confundir las escenas, generar suspicacias, relativizar, justificar, sembrar opiniones tendenciosas, sacar ventajas y asegurar impunidad.
Cuando se incurre directamente en acciones y discursos negacionistas, hay un posicionamiento político, desde y para el cual se infiltran e instalan ideas operadas que pueden funcionar a nivel de justificación, complicidad, apología o encubrimiento, motivadas por interés, por compromiso, por conveniencia o por pura coincidencia ideológica con los crímenes negados.
Negar una verdad jurídica es negar los hechos y también es negar a la justicia y al estado de derecho.
En la actualidad vuelven a escucharse las expresiones más crudas del negacionismo apologista desde la vuelta a la democracia, con discursos recargados de odio que se vuelcan por distintas vías, se transmiten por todos los medios y plataformas, se van por las ramas, se cuelan por los huecos, se repiten como ecos, que rebotan, se multiplican y crecen exponencialmente.
Se alimenta el odio, de otros pequeños odios, que se reflejan en el resentimiento. Muchos replican el odio, lo propagan, lo levantan como bandera, se organizan en torno al odio, prenden una hoguera, adoran a su dios odio y le piden más.
Hoy tenemos promesas de odio, propuestas explícitas de exterminio en las principales plataformas de campaña para las próximas elecciones.
Los discursos de odio, con sus deseos y promesas de odio, traen aparejadas acciones de odio que buscan legitimarse en políticas de odio, que avalan crímenes de odio, que representan daños permanentes contra la humanidad.
No queremos eso nunca más. Debemos mantenernos prevenidos y alertas para que no se repita lo peor de la historia, es nuestra responsabilidad social manifestar rechazo a toda forma de negacionismo, impunismo, apología del genocidio y su continuidad ideológica.
No nos dejemos gobernar por el odio.