Por Felipe Pigna
Tenía nada más que seis años cuando tuvo que dejar el campo donde vivía con sus padres, en Entre Ríos, para ir a la primaria, a un colegio inglés. Aunque a la pequeña Cecilia Grierson estar sola y lejos de su familia escocesa le costaba un poco, enseguida supo que le gustaba estudiar. La experiencia, sin embargo, fue breve porque su padre murió demasiado joven y Cecilia tuvo que regresar al pago para ayudar a su madre en la crianza de sus seis hermanos.
Allí se dio cuenta de que también le gustaba enseñar. Por eso, en 1873 y con apenas 14 años, hizo una primera demostración de audacia (después vendrían muchas más) y puso una escuelita con su madre. Aunque no tenía título de maestra, Cecilia tenía mucho amor para dar y sabía muchas cosas que todos esos chiquitos del campo necesitaban aprender.
Como también era una chica sensata, al año retomó los estudios y se recibió de maestra de grado en la Escuela Normal. Apenas consiguió un puesto y un sueldo, se trajo a su familia a la Capital.
Cecilia decía que había nacido para ser maestra y era verdad: ejerció la docencia de muchas maneras y en muchos lugares a lo largo de toda su vida. Pero ver los sufrimientos de Amalia, su íntima amiga, quien después de una larga enfermedad murió, despertó en ella otra vocación: la de ser médica. Iba a estudiar Medicina para curar, para plantarle cara al sufrimiento, para pelearle a la muerte.
Por entonces –hablamos de 1883– la idea de Cecilia de estudiar una carrera reservada exclusivamente a los varones era una locura. ¡Ninguna mujer se había atrevido! Sin embargo, ella iba a conseguirlo. Iría hasta el final. Con valentía, traspuso las puertas de la Facultad de Ciencias Médicas y seis años más tarde salió con el título que la transformó en la primera médica recibida en nuestro país. ¡Imagínense lo que debe haber sido estudiar solamente con profesores y compañeros hombres, que encima constantemente la descalificaban! Mientras era estudiante, cuando Buenos Aires fue víctima de una tremenda epidemia de cólera, a Cecilia le tocó trabajar en la Casa de Aislamiento, experiencia que la inspiró a crear en 1886 la primera Escuela de Enfermeras de América Latina, de la que fue muchos años directora.
La flamante médica de ojos azules y vivaces se dedicó a ser ginecóloga y obstetra, aunque su deseo era ser cirujana, especialidad que no le dejaron ejercer por su condición de mujer. Por esto mismo, por ser mujer, tampoco le permitieron ser profesora en la universidad. ¿Alguien puede pensar que estos obstáculos detuvieron a Cecilia? ¡No, de ninguna manera!
Por el contrario, hicieron que se transformara en una indómita feminista. En 1899 participó en el Congreso Internacional de Mujeres que se hizo en Londres, después creó el Consejo Nacional de Mujeres y en 1910 presidió el Primer Congreso Feminista Internacional de la República Argentina, donde se habló de la situación de las mujeres en la educación, la legislación y la necesidad del sufragio femenino.
Fue una de las fundadoras de la Asociación Médica Argentina, creó la Sociedad Argentina de Primeros Auxilios y fue quien tuvo la idea de abrir salas de primeros auxilios en los diferentes pueblos. También creó un consultorio-escuela para tratar a niños con problemas de comportamiento, dificultades en el habla y en el aprendizaje, y una escuela técnica y de labores domésticas para facilitar el ingreso de las mujeres a las actividades económicas.
Uno de los muchos libros que escribió explicaba que para las leyes argentinas las mujeres casadas tenían el mismo estatus social y jurídico que un niño. Ella fue una de las principales impulsoras, junto a la bancada socialista, para que en 1926 se aprobara la ley que les daba a las mujeres casadas la posibilidad de disponer de sus propias ganancias y las acercaba a la igualdad jurídica.
Cecilia murió en 1934 y sus restos descansan en el Cementerio Británico.