A las tres de la madrugada del miércoles de las elecciones, una mujer lloraba desconsolada, sentada en un banco en el parque de Lafayette. Otras dos conversaban en voz baja, como quien entra a un velatorio, mientras repetían, una y otra vez, «no puedo creerlo». Todas estaban con la mirada puesta en el único objeto luminoso ante ellas, el blanco edificio resplandeciente bajo los focos de la noche, el preciado galardón de las elecciones más caras de la historia. La Casa Blanca.Tres personas sin hogar dormían sobre unos bancos, y un poco a su izquierda, unos obreros llegaban al primer turno para levantar los escenarios del desfile de la toma de posesión. Desde allí, los invitados, quienes sean, verán entrar en enero a la augusta residencia presidencial al flamante presidente número 47 de la nación, Donald John Trump, quien ya fue el 45 y regresa a una de las ciudades que más le detesta, respaldado por una base de fervorosos seguidores y decidido a retomar los asuntos que dejó pendientes.Caída la madrugada, proclamada la victoria de Trump, un sobrecogedor silencio imperaba dentro del recinto de la presidencia. Ni una lucecita en la noche brillaba dentro de la residencia temporal de Joe Biden. El aún presidente colgó el cartel de cerrado a las 16.00 del martes y ya no dijo esta boca es mía. No compareció ni siquiera en la mañana del miércoles, todo el protagonismo para Trump, y también para Kamala.Sin la ruptura del techo de cristalElla no tuvo el buen perder de otros derrotados. A las 00.48, por correo, su campaña notificó sucintamente que la candidata ya no iba a salir de su residencia. Al cabo de la ciudad, en la Universidad Howard, quedaban los restos de una enorme fiesta de miles de jóvenes estudiantes que la habían esperado toda la tarde y noche, esperando celebrar la rotura definitiva del último techo de cristal, ver una mujer presidenta.No en este tiempo. La noche de Kamala comenzó con una energía, un ritmo, un baile, frenéticos, que hacían recordar los mejores años del Barack Obama de la esperanza y la ilusión, el Nobel de la Paz regalado y las frases grandilocuentes como «somos el cambio que estuvimos esperando». La candidata infló las esperanzas de los suyos al convocar a los estudiantes en la Universidad de Howard, en el corazón de Washington, repleta de jóvenes estudiantes negros como lo fue ella entre 1982 y 1986. Los emocionó, les puso música y baile, les dio banderas, les prometió como Obama esperanza y cambio, pero al final se esfumó. Del baile se pasó a la espera, y después a la amargura y el llanto. De la primera universidad para personas negras, abierta en 1867 para educar a esclavos emancipados, no saldrá la primera presidenta mujer, negra e india.Regreso del \'enemigo\'Al contrario, vuelve Trump. Y vuelve, ha dicho, para cambiarlo todo. La angustia que se vio este miércoles en la capital –en el metro, en la calle, en la universidad– obedece a que Trump ha prometido traerse a Elon Musk para revolucionar el gobierno federal. Ha prometido recortes, despidos, una revuelta de austeridad y eficiencia.El gobierno federal de EE.UU. emplea a aproximadamente dos millones de trabajadores civiles en todo el país. De estos, alrededor del 15% residen en el área de Washington, lo que equivale a aproximadamente 300.000 empleados federales en la región. Por eso el 94,2% votó a Harris en las elecciones, su mejor resultado, la esperanza de que las cosas siguieran como están por al menos otros cuatro años. Pero no, Washington ya asume que vuelve a vivir los años del «Pantano». Así es como le llamaba Trump, por su humedad, por lo enrarecido del ambiente, asfixiante en verano, gélido en invierno, siempre húmedo, áspero para el extranjero. Su única vida social en esta ciudad que le detesta era mandar al Servicio Secreto al McDonald\'s de la esquina a pedirle un Big Mac para cenar.Si Washington fuera toda América, Harris podría haber sido presidenta de por vida, pero la diferencia entre la capital y la mayoría de condados que desde aquí se gestionan es abismal. Estas elecciones han sido en ese sentido una recusación en toda regla de un modo de vida en que la economía no lo es todo, en que hay santuario para todos los sin papeles, en que el aborto se permite hasta que el feto es viable, en que la marihuana se puede fumar donde sea y cuando sea. Ha perdido Harris, y ha perdido Washington, que es la ciudad que más que ninguna encarnaba sus propuestas. Aquí asentó su campaña y aquí pasó su deslucida y tenebrosa noche electoral. Cuando Biden estudiaba retirarse, y se decantaba por hacerlo, aquí visitó una heladería y se hizo ver con su familia, atrayendo atención a algo mundano, un gesto nimio para humanizar a la que quería ser candidata.Nuevo periodo de resistenciaSe abre ahora un nuevo periodo de resistencia en la capital. Tras cuatro apacibles años en que las cosas eran como los vecinos creían que debían ser, con un Biden plácidamente instalado en la Casa Blanca, sin grandes sobresaltos, ya se planifican las siguientes manifestaciones masivas y las protestas multitudinarias. La primera, de las feministas, tuvo lugar de forma preventiva el sábado, una forma, al final bastante acertada, de adelantarse a lo que finalmente pasó, el regreso del enemigo al poder.La oposición, despojados de poder los demócratas, será Howard, será Washington, la ciudad que padeció el saqueo, que vio marchar a las milicias y al ejército rodear el Monumento a Lincoln en el clímax asfixiante de los últimos meses de Trump en su primer mandato.Puede decirse que Washington ha sido también la tumba de Harris. Era una senadora de California bastante popular, pero se lanzó desde Howard a las primarias de 2020 y las perdió. De vicepresidenta aquí fracasó en sus grandes tareas, como la inmigración. Y ahora aquí, admitió por fin su derrota y aceptó resignada que la capital fuera su lápida.