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Mujeres de hoy

"Luciérnaga", de Natalia Litvinova, lee las primeras páginas del Premio Lumen de Novela 2024, un apasionante relato en primera persona

Natalia Litvinova nació en 1986 en una ciudad del sureste de Bielorrusia, a unos 140 kilómetros de Chernóbil. Cinco meses después de su nacimiento, estalló la central nuclear. Sus primeros años fueron en ese ambiente apocalíptico dominado por el decadente dominio de la Unión Soviética. Con diez años, consiguió emigrar con su familia a Buenos Aires, donde vive desde entonces y posee la nacionalidad argentina.

Tras varios libros de poesía y traducciones de escritores rusos, Litvinova cuenta su infancia en una tierra devastada por la contaminación nuclear y la desesperanza, a la vez que recupera las vivencias de su madre y su abuela, marcadas por la guerra contra los nazis, la persecución de Stalin y las terribles condiciones de vida bajo la dominación soviética. Estas son las primeras páginas de Luciérnaga, II Premio Lumen de Novela.

Lee las primeras páginas de "Luciérnaga" de Natalia Litvinova

CORTE

No quería nacer en otoño en un país radiactivo. Pero el médico me sacó a través de un corte realizado con bisturí, y con los pies toqué la tragedia, mientras que con las manos intentaba aferrarme a las entrañas de mi madre.

El tajo de mamá no cerró bien. Era demasiado largo y su organismo no tenía las vitaminas suficientes para curarse. Y aunque ya pasó mucho tiempo, cuando le cuento algo gracioso, al reír, se agarra de la panza como si fuera una granada a punto de estallar, y me dice: «Basta ya, me voy a descoser y se me van a salir las tripas».

Los primeros años de mi vida coincidieron con la recesión económica y el fin de la Unión Soviética. En los almacenes desaparecieron el jabón, los corpiños, el papel higiénico, el aceite, los pañales, la leche. Las góndolas de licores y conservas se llenaron de repollos y los mercados se transformaron en un huerto arrasado. La vida se convirtió en una extensa fila de espera; a cada familia se le entregaban cupones para los productos que podían adquirir cada mes, los más valiosos eran los de los cigarrillos y el alcohol. El vodka era un bien preciado, y en nuestra familia nadie tomaba. Mamá canjeaba los cupones de licor con los vecinos por los de aceite o manteca, y así pasó del anonimato a ser popular en el barrio: la llamaban «mujer con hijos que no bebe», «la que destila cupones» y «la patrona de los borrachos».

Mientras en la tele mostraban a un hombre rompiendo a martillazos el Muro de Berlín, mi madre y sus amigas sacaban de los baúles las cortinas de seda, las sábanas y los manteles de encaje que les habían dado sus madres para que pasaran de generación en generación. Y con esa tela nos cosían ropa a nosotros, sus hijos todavía sin memoria.

MI NACIMIENTO

Me obsesionan los comienzos. Hubo un origen para todo: alguien apretó un botón, una rodilla rozó a otra, una boca probó lo que no debía. Cada inicio conlleva su fatalidad. La memoria acumula los recuerdos, pero los tergiversa y empaña. Ella tiene sus propias reglas, y yo tengo la escritura. Me obsesionan los comienzos porque están perdidos.

Desconozco la hora en que nací. Mi madre no la recuerda y la partida de nacimiento se extravió en alguna de las mudanzas o sin darme cuenta la metí en una bolsa con basura. Le digo que me quiero hacer la carta astral y que para eso necesito la hora exacta, pero mamá no la sabe porque casi se muere después de la cesárea por falta de cuidado. A las enfermeras no les interesaba que las mujeres parieran en buenas condiciones. En 1986, la Unión Soviética, a punto de desintegrarse, ya era una bestia herida que se arrastraba hacia su final y la desesperación se veía en los rostros de la gente. Cada uno intentaba salvarse como podía.

Mamá discute desde su asiento, agita el brazo como si dirigiera una orquesta que no puede afinar. Estoy en su vientre. Exijo nacer rápidamente para verla luchar contra ese ejército de inútiles dentro del autobús que intenta entorpecer mi entrada a este mundo. Quiero ver a mi diosa eslava, maldecida con un embarazo que finalmente la hará feliz. Observarla secarse el sudor del cuello, con las piernas mojadas por el líquido que me protegió durante nueve meses, el pelo ondulado embelleciéndole los pómulos, las mejillas enrojecidas y los ojos tan verdes como si aquel 10 de septiembre una malaquita se hubiera partido dentro de ella.

Pasaron treinta y seis años, ella se vació de mí y se volvió más reservada, sumida en su tristeza. Pero yo sé leer lo que sus labios no quieren expresar, el temblor de sus manos reposadas en sus rodillas es el código morse que ahora descifro.

Me cuenta que aquella mañana se sintió mal, y cuando empezaron las contracciones llamó a la fábrica de fósforos donde trabajaba papá. Le informaron que estaba atendiendo una emergencia en un sector donde se produjo un incendio. Entonces tomó el bolso que había armado hacía un mes y caminó hasta la parada. Fue en ese preciso momento, ante la mirada de todos, cuando rompió bolsa. La mujer que estaba en la fila sintió compasión e intentó secarle las medias con un periódico. Mamá la espantó como a una mosca.

Miró al conductor y él negó con la cabeza. Mamá le mostró el boleto y se subió al primer escalón. Él señaló su panza diciéndole que no una vez más, amagó con levantarse para echarla, pero la fila de gente gritó que avanzara y mamá lo hizo. Se sentó al lado de una anciana que tejía y le pidió a un hombre vestido de traje que le hiciera el favor de pasar su boleto por la máquina controla dora. Él la miró con desgano, bostezó cerca de su cara, tomó el boleto con brusquedad, lo pasó por la maquinita que colgaba en la pared y se lo devolvió. Mamá hizo un bollo y lo tiró al piso.

Mamá, ¿qué ropa te habías puesto ese día?

¿Un vestido amplio y grueso, y ese abrigo coral que me gusta ba porque cuando lo usabas te destacabas como un caracol marino entre piedras?

¿Olía a flores cerca? ¿Cómo eran, de qué color? Quiero saber qué nombre me podrías haber puesto en honor a ellas.

¿Y cómo fue ese trayecto, al lado de tantos indiferentes, mientras otros querían que te bajaras, como si fueras a contagiarles la peste?

Cuando el autobús giró, ¿viste el parque del Palacio Gómel y el palacio amarillo de RumiántsevPaskevich, que años después aparecería en el billete de veinte mil rublos?

¿Las manzanas tiradas en la vereda, junto a los árboles frutales que se destacaban con su belleza entre los edificios grises?

¿Los cerezos te recordaron a la mermelada que te preparaba tu madre, a los carozos que escupías por la ventana y después te escondías para que no te regañara?

Los abedules y los cerezos quedaron atrás y observaste una fábrica en llamas.

¿Pensaste en papá?, ¿gritaste? Una anciana se persignó a tu lado.

El autobús pasó junto al río Sozh, cerca de ese terraplén donde te sentabas con tus amigas al salir del trabajo. Los estudiantes que regresaban dejaban grabadas sus iniciales en el puente. Estiraste el cuello para verlo, el río te pareció un cordón umbilical.

También viste la escuela nacional de danza y a unas niñas bailando en las escaleras mientras sus madres hablaban. Desde lejos se confundían con pájaros pequeños.

Miraste el titular del diario que leía el hombre de enfrente:

«A 13 kilómetros de Novorosíisk se hundió el buque Almirante Nakhimov, orgullo de la URSS».

Las ramas de un castaño golpearon el techo del autobús. Extendiste las piernas y pateaste al hombre y a la chica de pelo alborotado que leía una revista de moda. El hombre notó que tus medias estaban sucias y se tapó la nariz. La anciana que tejía te pidió que no la movieras porque arruinarías lo que había hecho hasta ese momento. Usó una voz aniñada para explicarte que padecía de artrosis y que por eso todo le costaba el doble.

Te levantaste echando la panza hacia delante y le gritaste al conductor: «¡No más paradas, vamos directo al hospital!».

El hombre de traje se levantó tapándose los genitales con el maletín y exclamó: «¡Todas las paradas se cumplen, tengo que llegar a la oficina!». La anciana bajó las agujas y te sugirió que parieras atrás, en la fila de asientos libres.

Me habría gustado estar ahí, viéndote discutir. Tiraría del hilo rojo de la bufanda, agachada entre los asientos. Enredaría los pies de los que gritan, se asquean, hablan de fútbol y de los chismes, desperdician el momento en el que el país se rompe y yo nazco.

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Fuente:https://www.telva.com/cultura/2024/09/10/66e00ad502136e977f8b456e.html

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