Habían pasado poco más de tres meses desde la inauguración del Congreso reunido en Tucumán, cuando el 9 de Julio de 1816 se declaró la Independencia no sólo del actual territorio de la República Argentina, sino de toda la América del Sur. Con la ausencia de Santa fe, Entre Ríos, Corrientes y la Banda Oriental que estaban bajo la influencia de Artigas, participaron el resto de las actuales provincias argentinas y representantes de Charcas, Cochabamba, Tupiza y Mizque, entonces pertenecientes al Alto Perú.
En ese momento, los diputados manifestaron en el Preámbulo del Acta de la Independencia: “Nos los representantes de las Provincias Unidas de Sud-América, reunidos en Congreso General, invocando al Eterno que preside al universo, en nombre y por la autoridad de los pueblos que representan, protestando al cielo, a las naciones y a los hombres todos del globo la justicia que regla nuestros votos; declaramos solemnemente a la faz de la tierra que es voluntad unánime e indubitable de estas provincias romper los violentos vínculos que las ligan a los reyes de España, recuperar los derechos de que fueron despojadas e investirse del alto carácter de nación libre independiente del Rey Fernando VII, como de sus sucesores y metrópoli”.
El mismo sentido continental usaron para elaborar la fórmula de juramento de los legisladores: “¿Juráis por Dios Nuestro Señor y esta señal de la Cruz, promover y defender la libertad de las Provincias Unidas en Sud-América y su independencia del rey de España Fernando VII, sus sucesores y metrópoli y toda otra dominación extranjera? ¿Juráis a Dios nuestro señor y prometéis a la Patria el sostén de estos derechos hasta con la vida, haberes y fama?”.
Es que para los revolucionarios no existía la idea de nación, tal como la concebimos hoy. Ellos formaban parte de un gran territorio que abarcaba las actuales República Argentina, Chile, Uruguay, Paraguay, Bolivia. Perú, Colombia, Venezuela y Ecuador, y cuando hablaban de independencia, se referían a la liberación de toda la América del Sur del dominio de España. Antes que peruanos, rioplatenses o chilenos se reconocían como americanos.
Cuando el Congreso inició sus sesiones, el 24 de marzo de 1816, la revolución enfrentaba una situación difícil. Los españoles dominaban el Alto Perú y Chile. Artigas manejaba una cuarta parte del Río de la Plata. A fines de 1815, España había desembarcado refuerzos poderosos en Caracas y el ejército patriota estaba dividido por las discusiones entre sus jefes. El general Carlos de Alvear insistía en que la atención debía fijarse en derrotar a los Orientales, pero su propia tropa se resistía a pelear en contra de sus compatriotas. Los generales José de San Martín, Manuel Belgrano y Martín de Güemes sostenían que el único enemigo era el extranjero.
Teniendo en cuenta la gravedad de la situación, los diputados de Tucumán lograron superar sus desacuerdos y decidieron, en primer lugar, designar un Director Supremo que representara a todos. Fue elegido Juan Martín de Pueyrredón, héroe de la defensa de Buenos Aires durante las Invasiones Inglesas, que no participaba de ninguno de los sectores en pugna. Pueyrredón se apuró a terminar con las peleas dentro del Ejército: apartó a José Rondeau del Ejército del Perú y designó en su lugar a Belgrano que acababa de llegar de su misión diplomática en Europa. Volvió a designar a Güemes a cargo de la defensa de la frontera norte, de donde había sido separado por Rondeau, y decidió apoyar el plan de San Martín para libertar Chile y pasar luego al Perú.
El espíritu americano había triunfado y quedó como una marca de nacimiento para todos los países del sur del continente. Por eso, a pesar del paso del tiempo y aún de las diferencias, todavía hoy continúan buscando aquella unidad fundacional.
Los misterios de la famosa acta
En 2014 el historiador Carlos Paez de la Torre (h) publicó un artículo en La Gaceta con este título en donde plateaba que la declaración del 9 de julio siguió el modelo norteamericano, aunque no se sabe quién redactó el texto ni dónde está el acta original citando como fuente el libro "El Congreso de Tucumán" escrito por el doctor Bonifacio del Carril.
En la nota cuenta que de entrada, rechazaron la idea de redactar un manifiesto que precediera a la declaración. Por eso eliminaron las dos primeras partes del acta norteamericana. Se limitaron al último párrafo, que es el que contiene la declaración propiamente dicha. Así, dice Del Carril, en un trabajo “inteligentemente ejecutado”, fueron “siguiendo el modelo que tenían a la vista, corrigiendo y adoptando sus vocablos a la terminología usual castellana y a la idiosincrasia política del país”.
Sin embargo, se modificaron totalmente dos cláusulas. Veamos la primera. La declaración de Estados Unidos expresaba: “que estas Colonias Unidas son y por derecho deben ser, Estados libres e independientes, que han quedado relevadas de toda fidelidad a la Corona Británica, y que todo vínculo político entre ellas y el Estado de Gran Bretaña es y debe ser totalmente disuelto”. Nuestra acta expresa que “es voluntad unánime e indubitable de estas provincias romper los violentos vínculos que las ligaban a los reyes de España”. Los congresales afirmaban así, subraya Del Carril, que las provincias argentinas no reconocían obligación alguna de fidelidad a la Corona de España.
También se apartaron del modelo estadounidense en otra cláusula. Los norteamericanos declaraban que “como Estados libres e independientes, tienen pleno poder para declarar la guerra, concertar la paz, contraer alianzas, establecer el comercio y hacer todos los otros actos y cosas que los Estados independientes tienen derechos de realizar”. Pero las Provincias Unidas que aún seguían combatiendo en la guerra de la Independencia, no podían hablar de declarar la guerra, concertar la paz o formar acuerdos comerciales, apunta Del Carril, “mientras su propia situación política no hubiera llegado al nivel de estabilización necesario, comenzando por crear y dar forma al Estado nacional propio”.
En cuanto al destino del Libro de Actas de Sesiones Públicas del Congreso, el último que lo tuvo en sus manos sería según Del Carril fue el suizo César Hipólito Bacle, quien lo llevó a su taller para copiar las firmas y dibujarlas sobre la piedra litográfica. Era el único capaz de realizar un trabajo de ese tipo en la época. Del Carril se pregunta: “¿Qué pasó después con el libro?, ¿Lo recogió Rosas antes o después de la muerte de Bacle? ¿Desapareció cuando el infortunado litógrafo fue reducido a prisión?”. Es decir que sólo contamos con la copia que acreditó el secretario Serrano y que fue remitida a las provincias. No tenemos el original.
“Quizá sea un bien en sí mismo el misterio que rodea a la declaración de la Independencia”, dice Del Carril al finalizar su minucioso estudio. “No se sabe exactamente quién la redactó, ni dónde se encuentra el documento original que la contiene. No se sabe si se ha perdido para siempre. Pero los hechos históricos son generalmente así, modestos en su origen, grandes en su proyección futura. La tarea cumplida por el Congreso que declaró la Independencia el 9 de julio de 1816, prueba la ponderación de juicio y la intuición histórica con que actuaron los fundadores da la Patria”.