Son las once de la mañana. Es plena semana de Ramadán y Tánger funciona a medio gas. Por la calle, la gente camina despacio, hay que guardar fuerzas hasta que caiga el sol y puedan ingerir la primera comida del día. Los que no saben si comerán o no son los niños de la calle. Tampoco parece importarles mucho, su preocupación es otra: comprar el pegamento que después esnifan para olvidarse de todo. Cuando el sol ya comienza a apretar, estos niños salen de su escondite. Ocultos en un desagüe en el parque Moulay Ibrahim, una decena de menores viven entre la basura. Suben y bajan del desagüe con cartones que usarán en otro lugar por si tienen que ponerse a mendigar. En muchos casos, estos chicos no llegan a los doce años, pero ya conocen la dureza de la calle. Solo hay que mirarlos a los ojos para ver en un rostro agotado y triste. Son solo niños pero no han podido ejercer como tal. «Aquí es un lugar común donde suelen esconderse estos chicos», explica Mohamed, trabajador de una asociación que se encarga de sacar a los chicos de esta situación extrema. Él también vivió en la calle cuando era menor y sabe perfectamente los peligros a los que se enfrentan; drogas, abusos sexuales, prostitución, violencia. En Tánger hay otros muchos lugares como este donde viven los menores. Otro, por ejemplo, está justo en frente de la catedral de la ciudad. Es un antiguo cementerio anglicano donde las tumbas son camas y donde es mejor no pasar cuando el sol ya ha caído. Círculo viciosoEstos jóvenes entran en un círculo vicioso y «una vez que entran ya es muy complicado hacerles salir porque no ven futuro. El sueño de irse a Europa se desvanece y solo piensan en conseguir pegamento», explica el trabajador social. «Sobre todo, lo que es difícil es sacar a los más pequeños, porque su nivel de dependencia con la droga es brutal». Esta se ha convertido en la gran lacra de los menores no acompañados que deambulan por las ciudades norteñas de Marruecos. La gran mayoría ha llegado hasta allí con el objetivo de irse a España, pero no han tenido la suerte de cruzar y se ven atrapados en las calles. Sin familia, sin casa y sin dinero, la única forma que tienen de evadirse es con la droga.LA VIDA EN LA CALLE Un chaval, de no más de 12 años, vive en las calles de Tánger ignacio gilLos disolventes son los medicamentos más baratos del mercado y lo único que estos chicos se pueden permitir. Por una botella de un litro de pegamento, por ejemplo, pagan cuatro dirhams (unos 35 céntimos de euro). Si no tienen ese dinero, recurren a comprar un trozo de tela empapado con unas gotas. Lo que sea para no pensar. Además, no solo sufren de drogadicción, también de violencia sexual. Muchos se prostituyen para conseguir algo de dinero con el que luego comprar la droga. «Son víctimas de violaciones. Entre ellos mismos y de los mayores del grupo que los controlan. Son todos adolescentes y son muy promiscuos. La situación es verdaderamente preocupante. Puede que Tánger sea la próxima Bogotá», señalan desde la asociación de El Faro. Estos son los niños invisibles de Marruecos. El Gobierno sabe que existen, la gente los ve, los turistas los ven, pero nada parece cambiar. Rabat despliega todo su arsenal disuasorio contra cualquiera que quiera documentar este problema. Evitan, con intimidaciones, que las organizaciones ayuden a los periodistas a hablar con estos chicos o ni siquiera aporten información sobre el problema. «Marruecos no quiere reconocer que existe este asunto. Aunque lo sabe perfectamente», aseguran quienes trabajan día a día con estos chicos.