Por Diana Litvinoff
El 25 de noviembre un amigo argentino que vive hace años del otro lado del globo me mensajeó implorante: ¿me podés explicar por favor ese fervor? Su estupor provocó a su vez el mío: ¿cómo podría yo explicarle lo que él seguramente sabía muy bien? Es imposible desconocer la figura de ese ídolo que todos llevamos dentro, ya sea con signo positivo o negativo. Es sabido que un argentino fuera de casa raramente se asimila, que siempre guarda su corazón mirando al sur. Es sabido que la distancia a veces provoca esa mirada crítica “desde afuera”. Mirada crítica que encontramos otras tantas veces en “los de adentro”: “en este país no se puede vivir”, “en otros lugares no sucede”. Es algo bien argentino.
En todo rincón impensado del planeta, todos los canales de TV no hacían más que relatar la historia del ídolo fallecido, de mostrar la congoja difundida por doquier. Ya lo sabe cualquiera que viajó o se conectó con algún extranjero: “¿Argentina? ¡Maradona!” Algo así como: “¿París? La torre Eiffel”. Pero no. No nos reconocían por un edificio. ¿Por ser un jugador de fútbol excepcional incluso en países donde el fútbol no es pasión? No..., poralgo así como una gambeta. Por una forma de ser. Aunque no lo podamos creer. Aunque no lo creamos posible. La argentinidad.
Si algo era Diego, era ser bien argentino. En lo bueno, en lo malo. En poder ser excepcional en un lugar remoto del sur. Con los pies y el pensamiento. Por poder tener la amplitud y la independencia de criterio justamente porque entiende, juzga y analiza desde afuera y ve toda la cancha. Porque estamos afuera y queremos entrar y pensamos que es una desventaja haber nacido acá y no allá y no nos damos cuenta de que gozamos de una libertad envidiable en nuestra lejanía. Para entender y cuestionar, para gambetear y meter el gol.
Porque el ídolo algo transmitió de la “viveza criolla” del que tiene menos y no se resigna y en silencio, inesperadamente, logra y brilla. Brilla en el deporte, la medicina, el psicoanálisis, la química, la música, el pontificado. Con los recursos que da la falta y la ayuda del que sabe aprovechar hasta lo último lo que heredó, lo que aprendió. Porque de nuestra herencia y lejanía derivó esa mezcla rara que tanto se valora: perspicacia, simpatía, amistad y canchereada.
La humanidad llora la muerte de un argentino, tan argentino como otros ídolos, como Gardel y el Che. Debiéramos comenzar, humildemente, a entender que la humanidad, por alguna razón que a medias entendemos, está valorando aquel esa “mixtura de alta combustión”, la argentinidad al palo. Y en blanco y negro Buenos Aires reconocemos: “como yo que te juzga, como yo que te niega, como yo que te amo”.
¿La soberbia? Y si, es parte de la mezcla. Inevitable, así como esa visión de gol va acompañada del coraje en la denuncia, de la reivindicación del desposeído, del exceso que enferma. Desde el psicoanálisis tratamos de alertar que las crisis depresivas y los males de la cabeza no siempre se extirpan con medicación u operaciones, que tras una muerte de un ser querido se suele buscar un culpable, que alguien decide, para bien o para mal, la forma de decir: hasta aquí llegué. Como héroe popular, Maradona parece haber recibido la tradición de los cuentos de hadas vigentes desde la antigüedad ya que expresan profundas angustias y deseos inconscientes: el indefenso y desposeído que logra a través del mágico amor de su madre enfrentar y vencer a los poderosos e injustos, haciendo propios los recursos que le han sido otorgados.
Diana Litvinoff es psicoanalista didacta de la Asociación Psicoanalítica Argentina.