Por Fabián Restivo
Omar me contó cagado de risa el susto que se llevó con su madre la semana pasada. Él estaba preocupado mirando noticias y su mamá entró diciendo: “Afuera está lleno de helicópteros. Va a llover”. El pobre Omar, cándido militante del conurbano, tomó la frase como un código secreto y saltó del sillón al patio. Miró el cielo y no había ningún helicóptero. Volvió peor de asustado y le dijo a su madre que si los había visto pasar y para dónde iban, porque él no veía ninguno. “¿cómo que no ves, hijo? ¡Está llenito de esos bichos!” Doña Jaki, la mamá de Omar, es nacida y criada en el Beni, corazón del oriente boliviano, donde a las libélulas se les dice helicópteros. Omar, nacido y criado en Hudson, nunca había oído esa palabra refiriéndose a las libélulas. Para él eran alguaciles, así que se rió, pero el susto se lo llevó igual.
Le televisión, la radio y las “redes” mantienen al pobre Omar en estado de alerta y susto permanente. Acababa de ver en el noticiero que en la estación Constitución habían puesto guardias privados para que la gente no se salte los molinetes, y que estos guardias estaban en huelga porque les pagaban una miseria, entonces llamaron a la policía, y que cuando un policía se quiso llevar a un muchacho por saltar el molinete, la gente se le fue encima y golpeó al policía hasta en el piso “porque la gente está cansada, con angustia, con odio, buscando con quien pelear para desquitarse. Al que agarran paga por todo. Esto va a terminar mal”. Omar es un testigo más del desastre que lo turba y que parece no tener solución.
No es difícil imaginar que terminaremos destripándonos entre nosotros en un impulso inexplicablemente feliz hasta que no quede nada más que ciudades mugrientas habitadas por el vapor de las vísceras al sol, con estaciones impecables y vacías porque fueron cerradas preventivamente a tiempo y para nadie. Y sí, a este paso es posible.
El papá de Omar, argentino, recuerda cuando su problema era saber si habría pique de carpas en el camping del río Salado a donde iba con “la renoleta” que llevaba atadas las cañas en el techo “y cuatro riles Escualo. Tres para las cañas y uno de repuesto, por si se jode alguno” y entonces reniega con “que volver, que volver ¡ahí deberíamos volver, a vivir tranquilos deberíamos volver, que joder!”.
Quizá debamos refundar el país. Partir desde otro lado. Quizá no avanzamos, sino que fuimos para delante. Y claro que no son sinónimos. Quizá debamos entender cómo fue que las mayorías, siendo mayoría, fueron relegadas a esta nada usable y desechable. Quizá debamos reformular el status de las migraciones cambiando la importancia por una vez, de los migrantes, aceptando los avances de las primeras olas migratorias y partir de ahí. Sería como avanzar hacia atrás para hacer un nuevo mapa. Está claro que el diseño actual no está dando resultado.
El 3 de abril pasado el gobernador Axel Kicillof restituyó unos restos humanos a las comunidades Huarpes de San Juan. Fue un signo de época. Y de política. Eran restos de originarios que como relató en su momento nuestro colega Sergio Kiernan: “El gobernador Kicillof devolvió la siniestra colección Gnecco del museo Udaondo a las comunidades Huarpes. En aquellos años la crueldad de robarle a la gente sus abuelos pasaba por arqueología. Fue una ceremonia histórica y política”. Es un gesto de gran importancia saber y reconocer de donde es cada quién. Y donde buscamos a “los propios” teniendo en cuenta que gran parte de esta sociedad se fundó con ajenos, cosa que parece que seguimos haciendo. Y hay que tener en cuenta que los primeros propios fueron exterminados y puestos en exposición y quizá a nosotros, los segundos, nos espere la misma suerte. Y ya no habrá quien nos restituya. Y no hay para qué echar a nadie. Cuando la cultura propia es fuerte, la que llega de otro lado enriquece sin avasallar ni colonizar.
El papá de Omar hablaba de volver allá. No al camping del Río Salado, sino a que los problemas sean los comunes de cualquiera. No el noticiero, no las redes, no la inminencia constante y perniciosa de sentir que cuando baja los pies de la cama está pisando territorio enemigo. No que la novedad sea la falta de remedios que acaba en la muerte de argentinos. No en la noticia de la falta de comida y abrigos que se acumulan en depósitos inútiles por la sola perversión de tener al pobrerío en fila pidiendo lo que les será negado.
El gobierno de la provincia de Buenos Aires está haciendo su trabajo. Las alianzas hacia el interior del país y aun hacia el exterior dan cuenta de un modelo posible para esquivar el laberinto en que estamos, saltando el bloqueo interno y externo que nos impusieron a golpe de decretos y leyes, donde una enorme parte de la oposición nacional se parece a Dios: siempre está en otro lado. Es un movimiento que lleva tiempo, como todo lo que se pretende construir. Crear una empresa de medicamentos, por ejemplo, no se hace solo queriendo. Buscar recursos para suplir las nuevas carencias creadas desde la Casa Rosada no es cosa sencilla. Es una ardua batalla sin ninguna fantasía.
El nuevo eje muy probablemente esté en la Provincia de Buenos Aires reconstruyendo desde allí un país que reconozca sus raíces para evitar ser una “siniestra colección de museo” que acabe siendo parte de unos noticieros sin audiencia. Finalmente se trata de algunas cosas que parecen fáciles pero no lo son, como que el problema del papá de Omar vuelva a ser si hay o no pique en el río Salado, y no las cuentas de servicios que sabe que llegarán a fin de mes como una guillotina inexorable. O que quien necesite medicamentos para salvar su vida los tenga. O que comer dos veces por día no sea la espera de la piedra filosofal sino la normalidad que supimos tener. Y entre tanto, dejar de matarnos entre nosotros, de destriparnos entusiastas sin vuelta ni remedio hasta que todo sea un caos , salvo las estaciones de trenes que quedarán impecables y vacías para nadie, por haber sido cerradas preventivamente.
En fin, como dijo el papá de Omar: ahí deberíamos volver.